Exposición en el panel sobre “La Amistad Cívica – Diálogos para el bicentenario”, organizado por el Instituto “Jacques Maritain” de Buenos Aires – Centro de Estudios Culturales, Sociales y Políticos y el Instituto Argentino “Jacques Maritain, Buenos Aires, 17 de noviembre de 2009

                                                                                                                                                         Artículo de Ricardo Murtagh

En realidad, poco podía decir Maritain específicamente de la pobreza tal como la vemos en las últimas décadas. Su marco de referencia era la clase obrera. Entre ellos estaban los pobres de esa época que, comparativamente, serían ricos frente a los pobres marginados y excluidos de ahora, pues tenían horizontes a la vista.

A Maritain le interesaba el compromiso de cada cristiano y le ponía un objetivo específico no en cuanto cristiano o miembro de la Iglesia, sino en cuanto miembro de la ciudad temporal, es decir, en cuanto miembro cristiano de esta ciudad, consciente de la tarea que le incumbe, de trabajar por la instauración de un nuevo orden temporal del mundo”.

También decía: “¿Acaso no es hora de que la santidad descienda del cielo de lo sagrado a las cosas del mundo profano y de la cultura, trabaje en trasformar el régimen terrenal de la humanidad y haga obra social y política?”.

Un catolicismo integral y con compromiso secular, como nota principal del aporte maritaineano, ¿qué tiene que decir acerca de cómo mirar, cómo ver, cómo acercarse al pobre? Se trata de dos niveles de análisis: uno personal y otro colectivo, de dos instancias de diferente grado de involucramiento.

En el caso personal, evangélicamente el Buen Samaritano es el grado mayor o máximo: no sólo aplica el famoso ver, juzgar y obrar sino que lo hace con eficacia y eficiencia (si es que estas categorías económicas es lícito aplicarlas en estas cuestiones). Y lo hace casi sin pensarlo; porque lo siente así.

Pretendo ofrecer un marco para la reflexión que se pueda suscitar. La pobreza ofrece dos aspectos bien diferentes. Su medición (por cualquiera de los métodos usuales) es una cuestión técnica. Su padecimiento, en cambio, es una cuestión que compromete a la dignidad humana. En general, los pobres no discuten sobre la pobreza: la sufren. Quienes discuten sobre este tema son los que deben ocuparse de ella a través de políticas públicas. Y en este caso, las cifras sirven para demostrar, alternativamente, el éxito o el fracaso de tales política[1].

Y aunque las cifras son, finalmente, objetivas, según como se las presente y compare pueden conducir a diferentes conclusiones.

En definitiva, los distintos métodos que sirven para dimensionar la pobreza (LP, NBI, etc.) resultan útiles como elementos de diagnóstico y decisión para las políticas públicas. Para ello han sido diseñados y se los emplea en todo el mundo. Cuando se pretende utilizarlos con la finalidad de disfrazar la realidad o demostrar logros dudosos o inexistentes, se banaliza la discusión y se incurre en transgresiones técnicas y metodológicas que los privan de toda validez y les restan credibilidad. Creo que no hace falta abundar más sobre este tema; lo hemos vivido mucho en los últimos años y qué decir de los últimos meses.

Más allá de números o índices y de diferentes enfoques en su cuantificación, cualquier persona que mire a su alrededor podrá tener evidencias de cómo el fenómeno de la pobreza, y aún de la miseria, no sólo ha crecido sino que se ha incorporado a lo cotidiano en nuestro país. Ya no se trata de bolsones, de lugares definidos, que, de todos modos, siguen existiendo y se han extendido. Ahora las manifestaciones asociadas con la pobreza de la gente están a la vista en cualquier punto del país, aún en el corazón de las grandes ciudades y en lugares antes impensados.

Cuando a mediados de los ochenta era corriente ver en ciudades de América Latina a los cartoneros y cirujas juntar desechos en lugares céntricos ¿podía un orgulloso porteño o un habitante de Rosario, de Córdoba o de cualquier otra ciudad importante imaginar que ello iba a ser moneda absolutamente corriente, pocos años después?

No sólo ahora hay más pobres, hay otros pobres o pobres de otro tipo pues las necesidades y carencias se han trasladado a sectores sociales que antes no estaban afectados. Aquella configuración de una familia cuyos ingresos más o menos estables no les resultaban suficientes para “salir de la villa” pero cuyos hijos podían cursar al menos la escuela primaria y apostar a un proceso de movilidad ascendente en un plazo generacional, ya no lo pueden imaginar como posible. Significa también que las familias de clase media que aún cuentan con ingresos regulares han visto cómo estos se reducen cada vez más. En otros términos, en poco más de dos décadas, de la posibilidad cierta de que algunas familias pudieran ascender hemos pasado a que hoy muchas de ellas han descendido.

Ya hay varias generaciones de jóvenes que como modelo de obtención de recursos tienen en su entorno familiar sólo la perspectiva de conseguir “un plan”. No hay en su familia nadie que cobre su quincena, que tenga su obra social, que pueda ascender con su esfuerzo a capataz. Esto es de una gravedad inconmensurable: se ha perdido la cultura del trabajo.

A esto hay que agregar la cuestión de la desigualdad: hoy el 10% más rico gana 35 veces más que el 10% más pobre. ¿Es aceptable? Habría que tener en cuenta esta cita: “el acaparamiento excesivo de los bienes por parte de al­gunos priva de ellos a la mayoría, y así se amasa una riqueza generadora de pobreza. Es éste un principio que se aplica igual­mente a la comunidad internacional” [2] (énfasis en el original)

Dada su gravedad y permanencia en el tiempo es querer tapar el sol con un harnero examinar este tema en función de períodos de gobierno o de responsabilidades acotadas. Siempre se corre el riesgo de ser tratada como una cuestión partidista o política, escamoteando su verdadera profundidad y gravedad.

Hay una responsabilidad global y colectiva, más allá de que en ciertos períodos la situación haya estado mejor o peor. Y esto no debe ser visto sólo como un hacerse cargo del pasado por la situación actual sino también del futuro. Se propugnan recetas de crecimiento sostenido, pero cuál crecimiento? ¿Cualquiera? La proyección del modelo actual, ¿asegura que la situación de pobreza mejore? ¿Es justo un modelo que en su misma concepción supone ganadores y perdedores? ¿No existen otras alternativas para los excluidos, que ser soportados por un estado de bienestar quebrado?

El verdadero problema no es cuántos son o si baja o sube un tanto por ciento en un período respecto a otro. Es la existencia de un pueblo dentro de otro; son dos sociedades diferentes, convivientes a la fuerza; es la diferencia entre las oportunidades, la exclusión. Es aceptar que bajo declaraciones y preceptos (cívicos o religiosos, no importa) de igualdad, de distribución de los frutos de la tierra, hay ciudadanos / hermanos que ni gozan de ellos ni, muy probablemente, lo podrán hacer nunca. Es aceptar que en la misma sociedad en la que se propone como una exigencia de ser el tener ciertos bienes o usar sofisticados servicios, para muchos esto sea completamente inalcanzable, aún en un futuro remoto (más allá de que esta exigencia sea por sí misma buena o mala).

Otra cuestión es la falta de conciencia de que esto ocurre entre los que no lo padecen. No me refiero a que se sepa que hay pobres. Me refiero a una conciencia activa, dispuesta a hacer algo por modificar la situación. Desde esa perspectiva surgen muchas preguntas y muy diferentes vías posibles de acción, pero creo que todas pasan por o empiezan desde una verdadera toma de conciencia activa de todos. Maritain hablaría de esa participación como miembro de la ciudad temporal, “de trabajar por la instauración de un nuevo orden temporal”.

Las cuestiones clave

Las “soluciones” se plantean en dos niveles: el personal (cómo me acerco yo al pobre; cuál es mi actitud. Desde la indiferencia más total y absoluta hasta la actitud del Buen Samaritano) y el colectivo (con qué eficacia y eficiencia el Estado procura reducirla)

Hay algunas cuestiones que resultan clave en una reflexión sobre estos temas. Si se responde colectiva y socialmente a ellas, una redefinición de políticas socia­les puede avanzar. En todo caso, son cuestiones a ser instaladas en el debate co­lectivo, en el dis­curso público. Mencionaré algunas, sin arrogarme la pretensión de que sean todas.

La visión de largo plazo

Muchas de las situaciones motivo de aten­ción de las políticas sociales son efecto o consecuencia de decisiones o caminos equivo­cados tomados largo tiempo antes.

Así como un estado de salud plena o un nivel apropiado de capacitación no se al­canzaron en una población porque hace cinco o siete años alguien se empezó a ocu­par de ello, tampoco la difusión del cólera en América Latina, de la gripe o del dengue se debió a fallas en los contro­les sanitarios de la década anterior. Identificadas correctamente las causas, la pla­ni­fica­ción en el largo plazo per­mite graduar acciones que apunten a las cau­sas, haciendo que las políticas sean mucho más efectivas.

Cuando hablo de planificación estoy refiriéndome expresamente a acciones delibe­radamente concertadas entre todos los involucrados para definir objetivos y me­tas deseables y buscar los medios para alcanzarlas. Insisto en esto porque tengo muy claro que el libre juego de las iniciativas de ninguna manera resulta suficiente para resolver las preocupaciones y cuestiones en este campo.

La continuidad en la acción

Errores tan frecuentes como inte­rrupciones en la acción, discontinuidades, marchas y contramarchas, no sólo son una fuente muy importante de dilapidación de recursos. Dejan sin resolver infini­dad de problemas a la par que generan otros nuevos. Se conocen muchos casos en que, visto desde lejos y con pers­pectiva, ahora se puede afirmar que mejor hubiera sido no in­cursionar en ese terreno, si no se iba a llegar al final, si no se iba a completar la ac­ción prevista. Las políticas de parches, los remiendos, son, muchas veces, peores que el agujero que se quiso tapar.

“Los estudios realizados, las experiencias aquí y en otros países permiten saber con bastante certeza cuáles son las líneas de trabajo (programas) que mejor conviene aplicar para ir reduciendo paso a paso, generación tras generación los niveles de exclusión, de indigencia y de pobreza. Países vecinos identificaron y pusieron en marcha estas líneas hace buen tiempo, persistieron con ellas como verdaderas políticas de Estado que son y hoy pueden ver con esperanza de buenos a muy buenos resultados. Desgraciadamente en nuestro país no podemos decir lo mismo. Y vale la pena repetirlo, estamos hablando de cuestiones que requieren plazos generacionales” (Criterio).

Muy recientemente y a regañadientes el gobierno nacional se ha hecho cargo de esto, mal y encima, y al parecer apurado para que otros no le roben banderas.

Lo intensivo vs. lo extensivo

Un dilema frecuente. Mucho a pocos o poco a muchos. Es un dilema al que permanentemente se enfrenta la formulación de políticas sociales, en particular cuando la perspectiva es de mayor inmediatez y los recursos disponibles son escasos. No resulta nada fácil hacer la opción correcta. Las objetivas situaciones de necesidad, en especial en el terce­ro y cuarto mundos, crean verdaderos cepos cuando hay que de­finir uno u otro rumbo. Nor­malmente se buscan soluciones de compromiso, las que generalmente pasan por un análisis presupuestario; se trate de decisiones que se toman a nivel de la sociedad glo­bal, del gobier­no o de organismos no gubernamentales dedi­cados a estas cuestiones, resultan otorgándose proporciones presupuestarias para uno u otro tipo de ac­ción.

¿Las causas o los efectos?

Otro dilema. En teoría, plantear si hay que poner el esfuerzo en atacar las cau­sas o dirigirse a los efectos suena como una pregunta bastante estúpida. No ca­ben muchas dudas. Pero, por supuesto que la cuestión no es tan sim­ple, por una muy sen­cilla razón. Los efectos ya están entre nosotros; no estamos arran­cando de cero. Y esos efec­tos (valga aclarar que en muchos casos, ni siquiera están clara­mente determinadas sus causas) no sólo están presentes sino que crecen y se multiplican día a día. Y en muchos ca­sos, típicamente el de los niños de la calle, son efectos bola de nieve. Frente a eso, la pregunta de causas o efectos no resulta académica, sino bien pertinente.

Qué, cuánto, cómo y a quién

Se trata de proveer o poner al alcance de todos, aquellos recursos vitales que el individuo no puede obtener por sí mismo en el mercado. ¿Cuáles son esos recursos vitales? La definición pasa por criterios de la so­ciedad, donde se mezclan los imperativos de orden moral con los criterios económicos acerca de qué es lo que corresponde.

Nadie podría sostener en su sano juicio que es aceptable que la socie­dad niegue una sola porción de recurso a quien la necesita por­que tal porción no está dispo­nible (porque aún no fue creada o por que está mal dis­tribuida [que es lo corriente]) Asegurar un estándar mínimo de esos servicios, estándares que son abso­luta­mente rela­tivos al tiempo y al lugar.

¿Qué o cuánto es lo que se debe dar? Estas son definiciones culturales además de económicas. Las necesidades vitales no son las mismas hoy aquí que en Rwanda. Ni mañana serán las mismas en nuestros países.

¿Quién y cómo determina quiénes son merecedores y quiénes no? En términos prácticos, las definiciones suelen pasar por razones presupuestarias: lo que hay dis­ponible para estos casos es tanto; a repartirlo.

La participación de los involucrados

Este es un tema que no se puede omitir. Ya hay conciencia, o quizás debiera de­cir cre­cientemente avanza la conciencia, de que en materia de política social, tanto o más que en otras dimensiones, la participación del interesado directo no sólo es conveniente sino necesa­ria.

Lo que suele estar medianamente resuelto en esto, o al menos se pone esfuerzo en mu­chas partes para lograrlo, es la participación directa en las acciones concretas, en la identificación de necesidades y de caminos para cubrirlas.

Pero también hay otra participación, que ciertamente escapa al campo de las políti­cas sociales y que es la participación en la sociedad, absolutamente impensable si de los que se está hablando es, justamente, de los marginados o los excluidos.

Sobre esto se ha escrito y hecho mucho y, que yo sepa, nadie pudo sostener jamás que las co­sas se podrían haber hecho mejor sin mecanismos de participación. Lo que sí se ha di­cho y se ve diariamente es que no es cosa fácil. Por el contrario, dar en el clavo con el me­canismo apropiado, poder separar lo que es participación genuina de simples con­sultas o de apelaciones vacías acerca de supuestas participaciones, ya es otra cosa. Pero la dificultad para alcanzar lo bueno no puede ser una contraseña para aceptar lo mediocre. Y esto último que acabo de decir, bien debiera ser aplicado a todo lo dicho.

¿Me permiten una alegoría que alguna otra vez he presentado?[3] Resulta bien gráfica.

Había una vez …

…un barco que se había hundido; afortunadamente, no lejos de allí otro captó sus señales de socorro y velozmente acudió en su auxilio.

Cuando éste llega a la zona del desas­tre se encuentra con disyuntivas de hierro. El tiempo y la capacidad de la nave de auxilio obligan al capitán a elegir sólo algunas de estas opciones, o combinaciones de ellas.

Una vez que ya está en la zona del desastre, ¿hacia qué botes salvavidas se dirige? A los más congestionados para aliviarles su sobrecarga: bien; entonces deberá elegir a cuáles pasajeros sube a bordo y, una vez res­tablecidas las condicio­nes de navegabilidad del bote, a quiénes deja en él a su suerte. Por supuesto, todos quie­ren, y tienen derecho, a subir y garantizar de inmediato su salvación a bordo de la nave de resca­te.

Pero ese no es el único bote sobrecargado; en las inmediaciones hay otros. Si en un bote pudo resolver el dilema de a quienes sube y a quienes no y logra que su decisión se imponga o sea atendida (y no tiene demasiado tiempo para ello) debe seguir hacia el próximo bote atestado. ¿Pero, deberá tirar un cabo para re­molcar al que acaba de au­xiliar, asegurando de este modo que llegue a puerto, o debe­rá dejarlo que corra el ries­go de seguir por sus propios medios? El remolque, ¿acaso no reducirá la velocidad del buque y atrasará el salvataje de otros?

En el camino hacia el próximo bote sobrecargado encuentra muchos náufragos ape­nas tomados de un salvavidas; algunos ni siquiera tomados de algo, simplemente flotando y frente al riesgo inminente de hundirse. ¿Los recoge? Cada maniobra para hacerlo significa tiempo, mientras más adelante, muchos otros botes repletos de gente están esperando… ¿Uno o varios? ¿Resolverlo a medida que se vayan presentando los casos? ¿Hacia qué sector se debe dirigir?

Después de este escenario hipotético, sólo dos observaciones a modo de pregunta – moraleja. La primera: ¿Alguien de Uds. podría argumentar que alguna de estas decisiones era absolutamente correcta o estaba absolutamente equivocada? Sólo observo que en cada una de estas decisiones estaba en juego, al menos, una vida humana.

Y la segunda: en la estructura de mando de una nave como la del hipotético naufragio, la autoridad y la respon­sabi­lidad máxima recaen en una única persona, el capitán. Observo que no sucede lo mismo en una socie­dad.

Y agrego otra observación: ¿y si se exigiera usar barcos más grandes y más seguros o mejor equipados para evitar naufragios?

Este hipotético escenario de un naufragio es una imagen interesante para repasar modelos de respuestas y entender los dile­mas que una sociedad enfrenta cuando debe decidir como asignar recursos, que siempre resultarán escasos, para enfrentar la pobreza.

Queda en cada uno de nosotros hacer nuestra propia reflexión personal acerca de la actitud a tomar …

Muchas gracias

 Sociólogo, Investigador y consultor en políticas sociales. Miembro del Consejo de Redacción de la revista “Criterio”.

[1] Algunas de estas ideas fueron expuestas de modo más extenso  en COMMUNIO, Año 3, nº 4, nov. 1996, pp 55 a 74.

[2] Juan Pablo II, Méjico, 9/5/90.

[3] La historia del naufragio la presenté por primera vez en una disertación sobre “Redefinición de las políticas sociales” en el Simposio sociedad y universidad en el siglo XXI: Aporte de las universidades a la integración continental, Universidad del Salvador, Buenos Aires, octubre de 1993.