(Seminario “Caritas in Veritate”, Reflexiones sobre el tema, Instituto Internacional Jacques Maritain, Roma, 20 de marzo de 2010)

Artículo de Prof. Gennaro Giuseppe Curcio

Instituto Teológico de Basilicata

Introducción

                   Trataré de circunscribir esta pequeña intervención-síntesis a ciertos puntos que pongan en evidencia el encuentro entre la encíclica del Papa Benedicto XVI “Caritas in veritate” y Maritain, y cómo  dicha encíclica parte de una constatación social del mundo en que vivimos para poder llegar a un renacimiento antropológico-pedagógico a través del medio más lógico y natural para adherir al bien: el amor verdadero. El nacimiento de un hombre nuevo, que pone la caridad como medio esencial para crecer en la verdad, aparece desde el comienzo del pontificado de Benedicto XVI. Esta encíclica, si bien de un modo implícito, destaca una acción formativo-educativa: la caridad en la verdad, medio que la persona, el ser humano, debe favorecer y alimentar continuamente para construir una sociedad fundada en el bien. Se trata por lo tanto, de una formación primaria para poder retornar a esos valores fundamentales que no se separan tanto de la humanidad, sino que forman parte de ella.

                   Este esquema que veo en la reflexión papal hoy conduce también a una profundización del sentido y el significado de persona.

I.- La persona entre ontología, libertad y responsabilidad

                   La educación de la persona coincide con el “ser” persona. De este modo el hombre sale de los niveles de su sola humanidad y recompone la profunda unión entre la esfera cognitiva y la esfera emotivo-espiritual, dos esferas hoy puestas en crisis por el progreso científico. La reflexión de Possenti es bastante clara y definida y enfatiza la dificultad de quien se dispone a educar en un mundo demasiado volcado sobre sí mismo. En la modernidad y en la postmodernidad la cuestión antropológica fundamental para el filósofo es la educativa, hoy más presente con respecto a todas las otras reflexiones filosóficas y antropológicas precedentes. El número cada vez más creciente de ciencias humanas hace al objeto-hombre algo múltiple, plural y escurridizo. Ahora se trata de proyectar al hombre mismo con respecto a nuestros placeres sin plantear una metodología bien consolidada sobre los valores tradicionales y jamás negociables en el plano ético. De allí la notable desorientación del educador[1].

                   Crece de este modo un sentido individualista de la libertad, en el cual se hace verdaderamente difícil educar a un sujeto que está orientado hacia sí mismo y que es invitado a pensar las relaciones con los otros como una continua contratación en función de recíprocos intereses. Este modo de mantener relaciones se evidencia en un cansancio exasperado de nuestro mundo, que ya no sabe más cómo poner freno a nuestras exigencias antropológico-pedagógicas. Ya el 13 de mayo de 2004 el cardenal Ratzinger denotaba su preocupación educativa, resaltando cómo “con la victoria del mundo técnico-secular posteuropeo, con la universalización de su modelo de vida y de su manera de pensar, se comunica en todo el mundo, pero especialmente en los mundos no europeos del Asia y del África, la impresión de que el mundo de los valores de Europa, su cultura y su fe, aquello en lo que se basa su identidad, ha llegado a su fin y verdaderamente ya ha salido de  escena, habiendo llegado la hora de sistemas de valores de otros mundos como los de la América precolombina, del Islam, de la mística asiática. A este interior decaer de las fuerzas espirituales corresponde el hecho de que también étnicamente Europa está en el camino de la despedida. Hay una extraña falta de deseo de futuro. Los hijos, que son el futuro, son vistos como una amenaza para el presente, se piensa que ellos se llevan algo de nuestra vida. Ellos no son sentidos como una esperanza sino como un límite para el presente. Se impone la comparación con el Imperio Romano en el ocaso: el Imperio funcionaba todavía como un gran marco histórico, pero en la práctica vivía ya de aquéllos que debían disolverlo, porque él mismo no tenía más ninguna energía vital”[2].

                   En este contexto es necesario vincular, unir, educación y persona, donde la primera está en el interior de la cuestión antropológica y no al revés. La persona se transforma en el eje sobre el cual es posible construir una “buena” y “bella” sociedad civil.

                   La búsqueda del hilo de Ariadna en esta encíclica nos invita a descender a los meandros del ser humano, punto clave que el mismo Maritain plantea como objetivo de toda su reflexión filosófica. El hombre se convierte en un ser que no deja de lado la acción metafísica, basamento de la construcción de la persona, sino que partiendo de la experiencia del ser individual enriquece su condición, no dejándola en la abstracción conceptual sino insertándola en lo cotidiano y por lo tanto haciéndola concreta. El actus essendi que nace de la estructura metafísico-ontológica de la persona, la unión de materia y forma, la unidad de esencia y acto de ser, de memoria tomista, actúan como portentos, dejando el lugar a un problema mucho más importante y profundo: la subsistencia. Ella conduce a una íntima unidad entre intelecto y voluntad en la búsqueda de un único fin, fundamento de todo el accionar humano en el cual la libertad representa la piedra basal no sólo de la filosofía de la persona, sino también de la filosofía moral y política.

                   “Alma y cuerpo, enseña Santo Tomás, tienen con el ser una relación diferente de la que comúnmente tienen la materia y la forma. En efecto, son categorías que se pueden aplicar al hombre sólo de una manera analógica. Por lo común, materia y forma tienen el ser sólo en el compuesto, en el conjunto: ni la materia ni la forma tienen el ser por sí mismas, sólo lo tienen al estar juntas. En el caso del alma y del cuerpo las cosas son diferentes. En efecto, debido a la inconmensurable superioridad del alma respecto del cuerpo – superioridad corroborada por algunas actividades exquisitamente espirituales que están presentes sólo en el alma, tales como razonar, reflexionar, elegir libremente, juzgar- el ser deviene ante todo propiedad del alma. De esta manera, dado que el alma tiene un ser absoluto –como lo demuestra su modo de obrar-, no tiene el ser en virtud del ser del compuesto sino que, más bien, el compuesto tiene el ser en virtud del ser del alma. Por consiguiente, cuando el cuerpo llegó a la corrupción, el alma no se corrompe per accidens, como en cambio sucede con las otras formas, que no existen sino en virtud del ser del compuesto y que no operan sino mediante la materia”[3].

                   Siguiendo estas referencias y no obstante se dé una importancia suprema al alma, ella aun estando dotada de un propio actus essendi, tiene necesidad del cuerpo para desarrollar las funciones y actividades propias, haciendo partícipe al cuerpo del propio acto de ser. A través de esta acción sistemática, el Aquinate, en un único acto de ser, explica de una manera original la sustancial unidad que se instituye entre alma y cuerpo. Ese acto de ser que pertenece al alma por prioridad ontológica, es también el acto de ser que le confiere actualidad al cuerpo. En este análisis se comprende de un modo claro que si el alma no depende del cuerpo en lo profundo del propio ser, la muerte, la corrupción y todo lo que se refiere a la materia no pueden comprometer su existencia (la del alma).

                   Maritain trata de definir la personalidad a través de la muy estrecha relación que ella tiene con el amor y que logra distinguirla de la individualidad. La personalidad, con respecto a la individualidad, tiene la capacidad de dialogar, de donar y donarse. El amor no ama las cualidades sino “la más fundamental realidad, sustancial y oculta, la más existente del ser amado, un centro metafísico más profundo que todas las cualidades y las esencias que yo pueda descubrir y enumerar en el ser amado; he aquí por qué estas especies de enumeraciones no terminan nunca en boca de los enamorados. Es a este centro adonde va el amor –  sin saberlo -, desde las ‘cualidades’, sin duda, pero como un núcleo que hace un todo con ellas. Un centro en cierto modo inagotable de existencia, de bondad y de acciones, capaz de dar y de darse, -y capaz de recibir no sólo éste o aquel don otorgado por el otro, sino a otro sí mismo como don, otro sí mismo como que se dona. Henos aquí introducidos por la consideración de la ley propia del amor en el problema metafísico de la persona. El amor no se dirige a cualidades, ni a naturalezas ni a esencias, sino a personas”[4].

                        El don, claramente, es fruto de algo diferente que ya está presente, que subsiste autónomamente sin tener necesidad de algo más. Esta existencia espiritual, pero no abstracta, da al hombre, persona y no sólo individuo, la capacidad de aferrarse a través de la inteligencia y de la libertad. La personalidad es subsistencia, porque logra donarse la existencia, darse libremente y comunicarse a través del intelecto y de la voluntad, “por el solo hecho de que yo soy una persona y que me digo a mí mismo, yo pido comunicarme con el otro y con los otros en el orden del conocimiento y del amor”[5]. Esta unidad profunda que surge entre individualidad y personalidad crea la condición fundamental para el ser individuo-persona; en efecto, por la materia que está presente en nuestro ser somos totalmente individuos, y por el espíritu y la libertad frutos de la inteligencia somos totalmente personas, “como un cuadro es todo un complejo físico-químico debido a los materiales colorantes con los que está hecho, y es todo una obra de belleza por el arte del pintor”[6].

                   La distinción individuo-persona, además de influir en la acción política y en la realización de una ciudad y de una sociedad más equilibrada y en camino hacia la perfección, tiene su importancia también en el orden espiritual. Maritain especifica su valor retomando algunas páginas del P. Garrigou-Lagrange, en las cuales se especifica claramente que “el hombre no será plenamente una persona, un per se subsistens y un per se operans sino en la medida en la cual la vida de la razón y de la libertad domine en él la de los sentidos y las pasiones; sin ello permanecerá como el animal, un simple individuo esclavo de los acontecimientos, de las circunstancias, siempre a remolque de alguna otra cosa, incapaz de dirigirse por sí mismo; no será sino una parte, sin poder pretender ser un todo”[7].

                   En esta línea, el Papa pone el énfasis sobre el primer valor que debe surgir en la sociedad contemporánea para poderla hacer crecer en los valores metafísicos propios del hombre: “Desearía recordar a todos, sobre todo a los gobernantes comprometidos en dar un perfil renovado a los órdenes económicos y sociales del mundo, que el primer capital que se debe salvaguardar y valorizar es el hombre, la persona, en su integridad: «El hombre, en efecto, es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social»”[8].

                   En este sentido, cada persona educa y se educa a través del amor en la verdad.

II.- Una metodología que educa a la persona: el amor en la verdad

                   La educación intelectual ocupa un lugar de primer plano en el testimonio de los Maritain; en efecto, jamás dejaron de lado ni el desarrollo de la persona humana y de la libertad creadora, ni la participación en el interés político, dos lugares que pueden encontrarse “a través del amor y la posesión de la verdad”[9]. Pero la verdad “no es el producto de la actividad intelectual, ni se alcanza con sólo el esfuerzo de la razón, sino que es el ser mismo asido e interiorizado por toda la persona, en la multiplicidad de las formas de la vida espiritual. La inteligencia es sólo uno de los diferentes modos de conocimiento y la espiritualidad del hombre no se agota en la racionalidad”[10]. En la obra más importante sobre el conocimiento, I gradi del sapere (Los grados del saber)[11], Maritain resalta cómo el conocimiento no es un fin en sí mismo sino que lo es por la verdad que puede alcanzar buscándola continuamente ya sea a nivel filosófico, a través de un camino estético en el cual surge la intuición poética, en la contemplación, en la participación en la vida pública. En todos estos momentos culturales, como centro y vinculación entre los diferentes conocimientos que participan en la búsqueda de la verdad, se destaca el “encontrar” la conformidad, la concordancia. Maritain está convencido de que la verdad no es solamente el encuentro entre ideas, sino entre la idea y la realidad, sabiendo que existe una supraconciencia que es propia de la poesía y del arte, como así también de la contemplación. En efecto, debajo de los conceptos y de las palabras es necesario redescubrir ese amor auténtico que pueda dar vitalidad a nuestra alma y que pueda transformar los conceptos, a través del encuentro con las emociones, en una belleza visible pero sobre todo íntegra, proporcionada y esplendorosa que, por lo tanto, lleve a la verdad.

                   Por consiguiente, una relación de conformidad que se convierte en el fundamento de la verdad, pero donde la misma no puede dejar de lado el primer escalón del amor, verdadero canal de búsqueda de la verdad. De este modo se deduce una verdadera novedad pedagógica en la cual el pluralismo[12], ayudado y sostenido por la caridad y la verdad, supera su esencia de sólo metodología para pasar a ser un fin infravalente y alcanzar el fin último, fuente de todo individuo. Sólo el amor en la verdad puede ensanchar el horizonte visual de la subjetividad, haciendo apreciar la riqueza del encuentro con el otro, donde vivir la relacionalidad no signifique anular al otro para hacer surgir la propia subjetividad, sino dar vida al otro para enriquecerse ambos y buscar juntos el fin último de la vida.

                   En este contexto se evidencia cómo la distinción, y al mismo tiempo la unidad entre individualidad y persona, devienen fundamentales para poder entender también la unidad entre amor y verdad. El individuo no puede eliminar la acción del deseo, fuente de su instinto y de su amor humano. La búsqueda de la verdad, como búsqueda también de conocimiento, no puede sino pasar a través del deseo del hombre, que deviniendo persona, transforma en amor de contemplación hasta alcanzar la verdad que todo individuo-persona se plantea como meta final de su camino. El alcance de este último escalón no es fuente de fideísmo o de racionalismo, sino un ejercicio continuo que parte de las bajezas humanas y alcanza los valores más profundos del ser humano. El amor que pasa del deseo a la racionalidad y luego a la contemplación, es el verdadero amor que nos conduce a la total e íntegra verdad, no hecha solamente por fundamentos gnoseológicos sino por todo componente humano[13].

                   La persona que deviene tal a través de lo físico, la inteligencia, el alma y el corazón, elige y vive las cosas y sus acciones en una unidad continua. En esta totalidad el intelecto ama al ser, porque las elecciones hechas y materializadas son vividas por toda la persona en una comunión esencial en la cual el político ama y quiere su único fin: el bien integral de la sociedad y no busca medios-fines útiles solamente para sí mismo. “En el actual contexto social y cultural en el cual está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero, vivir la caridad en la verdad lleva a comprender que la adhesión a los valores del Cristianismo es un elemento no sólo útil sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y de un verdadero desarrollo humano integral”[14].

                   En la encíclica se aprecia fuertemente cómo es necesario buscar en el mundo actual una correcta valoración de la caridad que se funde plenamente en la verdad para evitar todo riesgo de malentendido. La verdad y la caridad, como está escrito en el punto 1 de la encíclica, encuentran su origen en Dios y en Él resultan completas e inescindibles, como lo ha demostrado Cristo que, en esos dos términos ha sintetizado y resumido toda la ley. En una cultura que no se refiere a la verdad, la caridad corre el riesgo de transformarse en un sentimentalismo vacío o, peor aún, en amor egoísta, que es exactamente lo opuesto de aquello que la caridad es y debe ser[15].

                   En este sentido, el término amor no logra expresar todo el significado que posee la caridad, su raíz se fundamenta en la gratuidad (lo gratis), el “don”. “Dios caridad” dona la gracia, por lo tanto se trata de donación o, mejor aún, de dar sin esperar nada a cambio. En esta óptica es claro que todas las cuestiones sociales, jurídicas, culturales y políticas, no pueden ser afrontadas sólo con los habituales criterios de las ciencias económicas, de otro modo la caridad y la verdad estarían sujetas a cálculos de los cuales, en cambio, se apartan. Pero esto no debe hacer pensar que la caridad y la verdad deban ser vistas en antítesis con las razones de la economía. En cambio, constituyen el perfeccionamiento de ellas, si bien hoy la mayoría de las veces esto nos parece una real paradoja[16]. Hoy, en una edad de eclecticismo y achatamiento cultural, como anuncia el Papa, sólo los valores del Cristianismo pueden ayudarnos a generar la verdadera caridad en la verdad y hacer este mundo más auténtico, en el cual no estarán separados la inteligencia y el amor, sino que existirán “el amor rico de inteligencia y la inteligencia llena de amor”. La base de este método, “la Caridad en la verdad”, puede poner los cimientos para revigorizar y hacer más auténtica nuestra sociedad.

 

III.- El bien de una sociedad

                   Caritas in veritate es el principio en torno al cual gira la doctrina social de la Iglesia, un principio que toma forma operativa en criterios orientadores de la acción moral. De ellos deseo mencionar dos en particular, dictados especialmente por el compromiso con el desarrollo de una sociedad en vías de globalización: la justicia y el bien común[17].

                   Una luz que debe llevar a la verdad, entendida en su completa acepción. La misma inteligencia que ama la luz artística en la verdad, ama también una sociedad responsable, que sabe mirar lo bello y lo bueno para construir elecciones auténticas y fundamentales. El primer deber del político es ser fiel a la verdad, revelada a través de las acciones que nacen de la vida interior del individuo. En este elemento espiritual es precisamente donde nace la verdad, fruto muchas veces de sufrimientos y dolores. El político que vive en profundidad el amor por el estado y la sociedad desea realizar ese bien que es un valor absoluto en sí mismo. El bien “no es un bien buscado para sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social y que sólo en ella pueden real y más eficazmente conseguir su propio bien. Querer el bien común y luchar por él es exigencia de justicia y de caridad. Comprometerse por el bien común es por una parte interesarse, y por la otra, valerse de ese complejo de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida en una sociedad, que de ese modo toma forma de polis, de ciudad. Se ama más eficazmente al prójimo cuando  existe una dedicación con el objetivo de lograr un bien común que responde también a sus reales necesidades. Todo cristiano es llamado a esta caridad, en el modo de su vocación y según sus posibilidades de incidencia en la polis. Es ésta la vía institucional – podemos también llamar política – de la caridad, no menos calificada e incisiva de cuanto lo es la caridad que llega al prójimo directamente, fuera de las mediaciones institucionales de la polis. Cuando la caridad lo anima, el compromiso por el bien común tiene un valor superior a la del compromiso solamente secular y político”[18].

                   El político debe encontrar el esplendor de la verdad no tanto en la construcción de una sociedad aparentemente sin problemas y condescendiente con el público, sino de una que tenga como fundamento nada más que el bien, que está oculto en los valores y en las elecciones, para poder hacer más bella y más verdadera a esa sociedad. En este sentido, el conocimiento que pasa a través de signos visibles y audibles pasa a ser también testimonio y acción significativa para cada persona en la búsqueda del verdadero bien. Queda eliminada toda condición hedonística y por lo tanto de sólo placer vacío y utilitario que reporte ventajas para sí mismo a nivel económico o de otro tipo idolátrico, donde emerge sólo el placer por sí mismo y para el propio yo, y desechando todo lo que podría perturbar el propio éxito personal en cualquier campo, sea científico, académico, etc.

                   En efecto, continúa el Papa: “Necesitan todavía más que esa verdad sea amada y testimoniada. Sin verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia ni responsabilidad social, y la acción social queda a merced de intereses privados y de lógicas de poder, con efectos disgregatorios sobre la sociedad, más aún en una sociedad en vía de posicionamiento, en momentos difíciles como los actuales”[19].

                         Como reflexión final de mi análisis quiero destacar un aspecto, bastante evidente en nuestros días, y que es el llamado a un cambio antropológico-pedagógico que lleve por lo tanto a educar y a vivir los valores y el respeto por el amor hacia la verdad en la sociedad. Es una exhortación a participar y  hacer resplandecer la propia interioridad como mandato particular y absoluto por parte de cada persona y, en especial, del que se encuentra en puestos de “poder”,  para poder lograr una sociedad más “bella” en su ser y en su continuo devenir.

Traducción Fernanda Gualzetti, Instituto Argentino “Jacques Maritain”.

[1] Cfr. V. Possenti, L’uomo postmoderno. Tecnica, religione, politica,  Marietti, Turín 2009. En particular, se puede consultar todo el capítulo 4 sobre la educación de la persona.

[2] Discurso del cardenal Ratzinger en la Biblioteca del Senado de Italia, Sala Capitular del claustro de la Minerva (13 de mayo de 2004).

[3] Santo Tomás de Aquino, Commento alle Sentenze di Pietro Lombardo, trad. de Carmelo Pandolfi y Roberto Coggi o.p., Studio Domenicano, Bologna 2000, vol. 3, II d. 19, q. 1, a. 1, ad 3, pág. 923, vol. 1-10.

[4] J. Maritain, La persona e il bene comune, Morcelliana, Brescia 1998, pp. 23-24.

[5] Idem, p. 25.

[6] Idem, p. 26.

[7] J. Maritain, Tre riformatori: Lucero, Cartesio, Rousseau, Morcelliana, Brescia 1993, p. 63.

[8] Benedicto XVI, Caritas in veritate, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2009, p. 37.

[9] P. Viotto,  Per una filosofia dell’educazione secondo Jacques Maritain, Vita e pensiero,  Milán 1985, p. 92.

[10] Ibidem.

[11] Cfr. J. Maritain, Distinguire per unire. I gradi del sapere, Morcelliana, Brescia 1974.

[12] Piero Viotto, considerando de modo específico a la obra maritainiana, hace notar cómo el pluralismo no es una filosofía sino una metodología. Considerar en cambio al pluralismo como un fin infravalente quiere acercarlo a la filosofía connotándolo de una esencia diferente. Cfr. P. Viotto, Per una filosofia dell’educazione secondo J. Maritain,  Vita e pensiero, Milán 1985, pp. 143/155.

[13] Cfr. Gennaro Giuseppe Curcio, Il volto dell’amore e dell’amicizia tra pasioni e virtù. Una riflessione etica su Jacques Maritain, Rubbettino, Soveria Mannelli, 2009, pp. 79-105; Benedicto XVI, Deus caritas est, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, pp. 9-42.

[14] Benedicto XVI, Caritas in veritatis, cit. p. 6.

[15] Benedicto XVI, Deus caritas est, cit., pp. 9-10.

[16] Rocco Pezzimenti, La natura antropologica della Caritas in veritate, en “Oikonomia”, revista on line de la Pontificia Universidad Santo Tomás de Aquino, Facultad de Ciencias Sociales, p. 19.

[17] Benedicto XVI, Caritas in veritate, cit., p. 8.

[18] Idem, pp. 9-10.

[19] Idem, p. 7.