Kolbsheim, 3 de mayo de 1973

Después de tres días pasados en Roma para la reunión anual de la “Association Générale Frère Charles de Jesús, Père de Foucauld” he podido llegar rápidamente a Kolbsheim para el entierro de Jacques Maritain, gracias a una oportunidad de vuelo directo que Dom Macchi, secretario de Pablo VI, nos ha ofrecido a la hermana Sor Annie, responsable de las Hermanas de Jesús y a mí. Como sabéis una profunda amistad unía a Pablo VI y Jacques, amistad que se remontaba a la época en que monseñor Montini había traducido personalmente algunas obras de Maritain al italiano. El hecho de enviar a Dom Macchi para estar presente en las exequias, señalaba, de parte del Papa, el deseo de hacerse de algún modo presente en esta ceremonia, no ya oficialmente, sino de una manera discreta y privada, a titulo de amigo.

La liturgia tuvo lugar en la tarde, en la pequeña iglesia del pueblo y en presencia de unas cincuenta personas a lo más, todos amigos íntimos. La misa concelebrada en torno al Hermano Renè Page, prior de los Hermanos de Jesús, el traslado del cuerpo al cementerio en un pequeño carruaje a mano, empujado por algunos hermanos de Toulouse, y la inhumación en el cementerio verdeante y silencioso de la aldea al lado de Raissa, todo estuvo envuelto en sencillez y se desenvolvió en un clima excepcional de silencio, de recogimiento y de paz.

¿Cómo decir los sentimientos que he experimentado y que yo adivinaba compartidos por la mayoría de los presentes, religiosos y laicos? Pocas veces había yo tocado con la mano hasta ese extremo lo que es esperanza. Esta es para cada cual, durante todo el tiempo que se encuentra en el período terrestre de su vida, la espera de un gran acontecimiento que le concierne. Pero es algo más que una espera, porque se ha realizado ya esta esperanza, este otro mundo de Cristo al que la muerte nos hace “pasar”, puesto que existe ya una realidad que nos inunda y nos domina totalmente, pese a su carácter inaccesible a nuestros medios de conocimiento, excepto a la fe que nos hace participar de alguna manera en la misma experiencia de Cristo. Nunca he experimentado un sentimiento de paz, de presencia y hasta de alegría interior como el que me invadió cuando me encontré, desde mi llegada a la pequeña capilla de Kolbshiem, al lado de aquella caja de madera que encerraba lo que se ha convenido en llamar los “despojos mortales” de aquel a quienes hemos amado y al que llamábamos Jacques Maritain, o más exactamente Hermano Jacques.

Su presencia, aquella a la que estábamos habituados y que estaba toda llena de su mirada, de su conversación, de la irradiación de su inteligencia y de su amistad, había cedido su puesto a la ausencia. Pero en esta ausencia, y más allá de ella, descubría yo una nueva presencia junto a la cual la antigua presencia no era más que una sombra y casi una forma de ausencia. Dios solo sabe lo que la contemplación de la verdad en su rostro personal y divino puede conferir de universal e íntima presencia a un alma, a un espíritu inmortalizado por la irradiación de la gloria de Cristo. Qué de separaciones, de pesadeces, de malentendidos, de mutuas ignorancias, de imposibles comunicaciones hacen en realidad de la presencia física de nuestros amigos junto a nosotros, aquí abajo, más una búsqueda de presencia que una verdadera presencia capaz de colmar los deseos de la amistad.

Cuando esa presencia de cercanía y de comunicación llega a faltar, como hoy, es cuando se toma conciencia de lo que ella debería haber sido y no ha sido, a causa de todas las distancias que nosotros no hemos podido franquear. En ese momento de la partida vuelven a la memoria y dan origen a una lamentación profunda y definitiva. Yo creo que esa lamentación durará siempre porque, cualquiera que haya sido durante la vida el grado de intimidad de comunicación entre los amigos, perdurará siempre la impresión que se dio una impotencia fundamental para realizar la perfecta comunión de los espíritus y de los corazones. La esperanza de una total u mutua transparencia, tal como se realizará en la comunión de la gloria con Cristo, suscita ya en nosotros, los que seguimos caminando aquí abajo, el germen de una presencia de un orden más elevado y que supone ya oscuras pero profundas comunicaciones que llegan macho más allá de lo que podemos expresar. Las amistades de aquí abajo, así fundadas en la verdad, verán transformadas su debilidad en plenitud, por la gloria del corazón de Cristo, centro y lugar eterno de todas las amistades humanas.

Sin embargo, la presencia de Jacques, la de su espíritu, la de su testimonio, y también yo lo espero – con la permisión divina – la de su actividad secreta en nuestros corazones, me parece muy particularmente importante para la “fraternidad” en las horas que estamos viviendo. Pienso sobre todo en la debilitación y a veces hasta en la desaparición del sentido de la verdad que caracteriza la mentalidad del mundo actual. Sumergidos en este clima espiritual, tenemos el peligro de perder esa seguridad de la verdad de la fe que es toda la fuerza y el dinamismo del cristiano, y que ha conducido a tantos discípulos a dar testimonio hasta con su sangre de la vedad de la revelación.

Yo no soy un filósofo y no ha sido precisamente este nivel al que yo me he encontrado con Jacques. Pero lo que él me ha dado, lo que me ha enseñado, no solamente por medio de sus escritos, sino más todavía por su manera de ser y de obrar, es el respeto y el amor a la verdad, toda verdad, la del mundo visible lo mismo que la del mundo invisible y, por encima de todo, el amor a la verdad subsistente que es Dios. El tiempo en que Jacques y Raissa vivían todavía en la increencia, y en las horas sombría, hasta cuando rozaban, creo, la desesperación, no dudaron jamás ni el uno ni el otro de la existencia de una verdad, sin la cual la misma realidad del mundo se les aparecía como inexplicable, como un sin sentido, como un fracaso de la inteligencia, como si hubiera existido un divorcio entre la naturaleza del espíritu y la realidad percibida del mundo. Este sentido de la verdad y de lo real es el que les condujo a la fe en aquel que se les había manifestado como la verdad subsistente. La fidelidad de esta fe en la verdad, el culto que Jacques profesaba, está en el origen de la claridad y de la fuerza luminosa que emanan de él y de sus escritos. No hay perfección del amor si éste no está fundado en la verdad de los seres y de las cosas.

La menor partecita de la verdad que él sabía descubrir en cada persona o ser y en toda intuición de la inteligencia era para él de un profundo respeto. Esta aptitud para presentir todo lo que era verdad y para acogerla, viniera de donde viniera, era en él fruto de una auténtica purificación de la inteligencia, que había encontrado, de una manera casi milagrosa y como en su pureza original, su función de ser la facultad de lo verdadero. Su mirada a todas las cosas, al mundo y a los asuntos humanos, estaba, sobre todo en los últimos años de su vida, marcada por una profunda sabiduría. Este proceso no podía menos de conducirle hacia una contemplación cada vez más profunda de la soberana y divina verdad escondida en Jesús. La fe, para ser una vida, debe ante todo ser una verdad plena y humildemente recibida en una inteligencia disponible y sin más demostración que la palabra de Jesús, en comunión con los apóstoles que, habiendo sido puestos en contacto con el Padre hecho visible en Jesucristo, “son y permanecen los testigos indispensables de la verdad”1.

En los primeros tiempos de la Iglesia, los que confesaban la fe al recibir el bautismo eran llamados “iluminados”. Esta luz de verdad, reflejo del principio de todas las cosas, que nos ha sido manifestada en Jesús, ojalá pudiéramos acogerla nosotros, según el ejemplo y con el mismo desprendimiento de espíritu y con el mismo fervor de la inteligencia que nuestro hermano Jacques. Dios quiera, por su oración, otorgarnos el Espíritu de verdad y la aptitud para recibirle en una inteligencia humilde y despojada de todo apego a la luz de nuestra razón.

  1. Voiyon. Superior de los Hermanos de Foucauld

1 M. J. le Guillou, Le mystère du Père, 35.