No sabríamos dar una explicación cabal, fuera de recurrir a Dios como providente de la historia, de por qué en los siglos y en la humanidad se dan personas que llevan consigo un mensaje de iluminación, de señalación de nuevas sendas a los hombres, descubriendo o trayendo a la memoria presente antiguas verdades ya olvidadas u oscurecidas, y que con todos esos aportes los hombres se ven impulsados a seguir caminos de bien y de realización o plenitud humanas.

                   Uno de esos hombres ha sido en el siglo XX nuestro gran filósofo Jacques Maritain, al cual en estos días no sólo recordamos, sino que queremos y tratamos de aprender y beber de sus enseñanzas tanta doctrina que nos ha dejado en el orden del pensamiento y de la acción. Es que necesitamos orientarnos en estos tiempos que para caracterizarlos sin mucha precisión se los ha denominado como de la  posmodernidad.

                    Pero digamos con claridad también, que esos inmensos aportes que esos genios o talentos han hecho, no han sido siempre debidamente aprovechados por los hombres de su época ni por las generaciones que inmediatamente los han sucedido. Pongamos por ejemplo, lo que aconteció con la herencia del teólogo-filósofo del siglo XIII, santo Tomás de Aquino. Tengamos en cuenta nomás, la colosal catedral intelectual y espiritual que significaron sus grandes Sumas, los profundos comentarios filosóficos a la obra de Aristóteles e innumerables trabajos de toda índole del pensamiento.

                  Sin embargo, con excepción de algunos pocos grandes comentaristas que tuvo y en especial, la escolástica española con sus grandes aportes al pensamiento jurídico y político, pensemos sólo en Francisco de Vitoria, esa colosal herencia se fue dejando de lado por las posturas filosóficas nominalistas y de escolasticismos infecundos que la siguieron, ocultando para el mundo y para la misma Iglesia, aquella maravilla de razón y fe que significó la obra tomista. Recién al finalizar el siglo XIX, León XIII atrae la atención, invita y promueve el estudio de la obra del de Aquino con su Encíclica Aeterni Patris.

                  Como el mundo actual tan conflictuado y desorientado, necesita de las grandes enseñanzas de la tradición milenaria que actualizara y nos brindara nuestro filósofo, no queremos que eso pueda acontecer, es decir, que queden en el olvido y sólo para estudio de especialistas sus enseñanzas. Estas Jornadas pues, al comienzo del siglo XXI nos ponen de nuevo ante su obra para que nos enriquezcamos intelectualmente y para que con ella podamos servir también nosotros de orientación y de guía a nuestros contemporáneos.

                  También la vida de Maritain, su persona, merece que la conozcamos. Ella nos muestra la búsqueda apasionada que junto con su esposa Raïssa hicieron de la Verdad en una época y en ambientes cargados de positivismo y cientificismo. Ellos con sus “grandes amistades” vinieron a ser “Peregrinos del Absoluto”. Por lo demás, esa vida del filósofo está toda ella tejida de integridad y veracidad y fue un ejemplo de testimonio de lo que asentaba en sus obras.

                   Advertimos primero, que es el Hombre, como persona y sus obras y trabajos de toda índole,  en especial, en la Ciudad temporal, lo que tanto ha atraído la preocupación insistente y profunda de Maritain. Sabemos por la historia que, el conocimiento de la realidad de la persona y su correcta conceptuación, aunque en rigor son filosóficas, tal como han sido receptadas en nuestro mundo occidental, han sido fruto de una iluminación hecha desde fuera de la filosofía, desde la fe sobrenatural cristiana. En efecto, aunque de derecho y en teoría podría la razón haberlo alcanzado con sus solas fuerzas naturales, sin embargo, fueron las discusiones teológicas trinitarias y cristológicas definidas posteriormente en los grandes Concilios de los primeros siglos de la Iglesia,  los que trajeron a primer plano este grandísimo tema de la persona.

                   Como una inscripción en frontispicio de lo que es y lo que vale la persona humana, Tomás de Aquino, heredero de la filosofía helénica y de la Patrística, al poner la persona en relación  con todos los seres del universo nos dice que, Persona significat id quod est perfectissimum in tota natura (ST I q.29 a.3). Lógicamente, Maritain encumbra también a la persona humana con un carácter de trascendencia por sobre todo lo creado, pero precisa ese gran significado y saca sus conclusiones para la vida práctica social, política, de la educación y económica, y la proyecta sobre toda la cultura humana y dentro de una filosofía de la historia.

                    Es sobre esa proyección de la persona sobre el mundo con la iluminación de una razón restaurada en sus posibilidades y también desde lo bíblico y evangélico, que Maritain entra en su consideración con profundos estudios. Es que, él, comprometido con su fe. también se sabe y se siente con un gran compromiso por su encarnación con el mundo en que le ha tocado vivir junto con esa humanidad que tanto lo apasiona y le preocupa para encontrar su bien. Este doble compromiso con su fe cristiana y con el mundo de ninguna manera turba o permite confusiones en su obra, porque bien conoce él que la expresión mundo tiene evangélicamente dos acepciones distintas y hasta contrapuestas; así leemos “tanto amó Dios al mundo” (Jn 2,16 también, “el mundo los ha odiado porque no son del mundo como Yo no soy del mundo” (Jn 17,14)”. Es por eso que Maritain ante esta aparente contradicción, con gran libertad de espíritu y clarísimo discernimiento sigue la directiva de San Pablo “todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro,, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digno de elogio, todo eso tenedlo en cuenta” (Filip 4,8).

                     Sus escritos sobre la persona se encuentran y entroncan también, con el movimiento filosófico del personalismo que, con una significación distinta, había surgido a comienzos del siglo XX con Charles Renouvier y otros. Hay que tener en cuenta igualmente, que en el siglo XIX el danés Sören Kierkegaard afirmaba la esencial importancia de esta incomunicable realidad que él denominaba  existencia como la llamaba  a la persona individual, contraponiéndola a las totalidades absorbentes de la Idea y el Espíritu hegelianos que la hacían desaparecer y que concluían en ese todo del Estado prusiano como realización racional última. Precisamente de esta expresión existencia en el sentido kierkegaardiano, surgió en el siglo XX esa fuerte e importante corriente que fuera el existencialismo.

                     La idea de persona tal como debemos concebirla, no puede, no debe ser pensada ni ajustarse a la manera que exigía R. Descartes para todas las ideas, es decir, que ellas fuesen claras y distintas, esa exigencia de alguna manera ha pasado  indebidamente de las ciencias a las que  de alguna manera correspondía aplicarlas como la geometría y las provenientes del mecanicismo, a la filosofía, y es por eso que las corrientes empiristas y cientificistas y sus derivaciones en las filosofías positivistas y analíticas, no terminan de poder hacer suyas la idea justa de persona y sus conclusiones. como veremos, son tan negativas en el orden de la acción.

                     Es que, como nos dice Maritain, el filósofo para ser tal, debe ser metafísico; los conceptos de sustancia, esencia, acto, potencia y persona, aunque se las exprese con distintos términos, tienen ese carácter metafísico, no llegar a esa dimensión es concebir por ejemplo al hombre, sólo como una realidad psicológica, empírica o sólo neuronal o también, como una corriente de sensaciones y percepciones sin llegar al sujeto persona, no experimentable sensiblemente pero que, desde abajo y constituyendo sustancial y profundamente al ser humano, como hipóstasis, todo lo sostiene y realiza en el hombre.

                     Igualmente, agrega Paul Ricoeur, “No es posible seguir hablando de lo real y de la verdad –y, sin duda, tampoco sobre el ser- sin haber intentado previamente, hacer explícitos los presupuestos filosóficos de toda la empresa”. Añadimos nosotros que, esa tarea de filosofía debe incluir necesaria e ineludiblemente, como leíamos en Maritain, la dimensión metafísica y no cualquier disciplina que, por importante que fuese, se denomine filosofía. Esta sustancia individual de naturaleza racional, tal como la define Boecio, nos pone ante este ser único, subsistente en su propio ser, dueño de sí mismo y cuya finalidad última sobrepuja todos los fines y bienes creados y temporales y aún, nada menos que al propio bien común de la sociedad política que, como decía Aristóteles, tiene algo de divino. Es que, como señala insistentemente  nuestro filósofo, el Aquinate enseñaba que “El hombre no se ordena a la comunidad política según todo su ser y todas las cosas que le pertenecen”  (I-II q21 a4 ad3).  Es así que sin comprometer verdades de revelación divina sobrenatural, como nos sigue diciendo el fraile dominico medieval, “todo lo que hay en el hombre, lo que puede y lo que posee debe ordenarse a Dios” (ibid).

                      En un lúcido capítulo de su libro El hombre y el Estado, Maritain con sensatez y prudencia nos ha dicho que es necesario y práctico que, aunque no se coincidan en las ideas, tiene que darse una convergencia práctica en la afirmación y proclamación de los Derechos humanos. Sin embargo, cuando algunos pensadores pertenecientes a corrientes de pensamiento derivados del positivismo como es la de la analítica, consideran racionalmente estos derechos, coherentemente con sus ideas y principios, concluyen que tales derechos no tienen fundamento racional. Sin dar nombres citaré algunas conclusiones de “filósofos” argentinos muy contemporáneos, que coinciden en la imposibilidad de fundar legítimamente a esos Derechos primarios de la persona humana.  Escribía uno de ellos que esta clase de derechos son “uno de los más grandes inventos de nuestra civilización, que son en cierto sentido artificiales, o sea, que son como el avión o la computadora producto del ingenio humano e instrumentos creados por el hombre”. Otro, por su parte, aunque admitía contra un tercero que existe la posibilidad de hablar de derechos morales y humanos (porque hasta esto se ha llegado a negar), agregaba que “la única actitud  racional es la del rechazo de toda pretensión de fundamentación objetiva de los derechos morales y humanos…” Un cuarto, asentaba la frase: “’Existe un derecho natural’ es un caso típico de afirmación metafísica… resulta inútil intentar descubrir algún posible criterio de verificación y que nada dice acerca del mundo empírico”. Constatamos así, que fuera de una dimensión de la verdadera realidad de la persona humana, constatación de sentido común y a la vez ontológica, es imposible fundar en forma racionalmente legítima a los derechos humanos, si no se hace, como la philosophia perennis que junto con Maritain lo ha hecho.

                     Sin embargo, siguiendo como decimos al sentido común, en todas las declaraciones de los Derechos humanos de las naciones e internacionales, se dice que ellos los son “por esencia”, “por naturaleza”, “innatos” o como “atributos de la persona humana” y así en forma similar, todo lo cual nos dice que hay como una necesidad primaria y vital, aunque no estén claramente fundadas sus razones, de que ellos se den en todos los hombres en forma inalienable.

                      Vemos también así y nos satisfacemos por ello, que un pensador filósofo de cuyos principios también nosotros participamos, se haya preocupado con tanta sabiduría de valorizar la persona y sus derechos, y lo haya hecho con fundamentos que, aparte de los de la Revelación para la que el hombre es imagen de Dios, hinca sus razones más profundas también en una filosofía que ha de sostener nuestras posturas humanistas. Esa gran personalidad que ha sido Jacques Maritain se ha ocupado para valorizar en grado máximo a toda persona humana.

 

Artículo de Eduardo Morón Alcain