Artículo de Pablo Marcelo Sosa
Profesor y Licenciado en Filosofía

I – Breve indicación sobre la noción de “posmodernidad”.

            Deseo comenzar las siguientes reflexiones advirtiendo al lector sobre algunas cuestiones previas al vínculo entre la “posmodernidad” y la “política”. A decir verdad, entiendo que de lo que se trata aquí es de saber cómo influye la posmodernidad en la actividad y el discurso políticos, lo que supone una forma de entender “lo político” o “la política” pre-posmoderna, que hoy estaría cuestionada.

      En primer lugar, el debate sobre la existencia de la misma posmodernidad no es algo cerrado ni mucho menos. Algunos autores se resisten a pensar que estemos viviendo una nueva época histórica o, advirtiéndola, no la ponderan con igual gravedad. Permítasenos autocitarnos: “Entendemos la posmodernidad como el momento presente, en tanto que cultura correspondiente a las sociedades postindustriales, fin de los “grandes relatos” (Lyotard), sociedad de la comunicación generalizada o de los mass-media (Vattimo), imperio de lo efímero o era del vacío (Lipovetsky), “sobremodernidad” (Marc Augé). Aunque despachamos demasiado rápidamente el debate en torno a la posmodernidad, todos los autores citados coinciden en que nuestra época patentiza una crisis de la manera moderna de comprender la realidad”[1]. Como se puede apreciar, pues, los acentos caen en diferentes aspectos del mundo actual. No obstante, si hay una “posmodernidad” es porque antes hubo – o hay aún – una “modernidad”, que habría menester caracterizar previamente. Elegiremos adoptar la hipótesis  de Vattimo y otros, para quienes la modernidad se caracteriza por su idea de “historia” como “una, progresiva e historia de la emancipación”.

  • “La historia es una” significa: es posible ordenar todos los acontecimientos desde un punto de vista único, no histórico, sólo gracias al cual es posible un “sentido” de la historia y, por lo tanto, la selección y alusión a ciertos hechos y la omisión de otros; es posible, por lo tanto, una “historia universal”.
  • “La historia progresa” significa: los nuevos acontecimientos superan y mejoran lo pasado, que debe ser abandonado en nombre de un futuro mejor. Es por eso que podamos hablar de “avances históricos” (o retrocesos), “países desarrollados o avanzados”, “ideas progresistas”, “culturas primitivas”, costumbres superadas, etc.
  • “La historia es historia de la emancipación” significa: a lo largo del progreso histórico la sociedad se va emancipando de toda autoridad apoyada en la tradición y, con ello, de todo límite que no sea el que mi propia razón me establezca. Significa también la promesa de la emancipación de todos los males de la humanidad por esa misma razón, y por sus frutos más notables: la ciencia y la técnica. A lo largo de la historia nos vamos reapropiando de la auténtica esencia humana, que resplandecerá una vez alcanzada la meta.

A decir verdad, esta idea de historia, característica de la modernidad, es para nosotros la idea de historia en sí, sin mayores referencias a su contenido epocal. De aquí que bien se haya caracterizado a la posmodernidad como “fin de la historia”[2], aludiéndose al final de la comprensión moderna de la historia[3].

Aceptado que efectivamente hay una posmodernidad, son muchos los signos – económicos, políticos, artísticos, tecnológicos – que nos indican que vivimos en un mundo relativamente diferente al de nuestros abuelos o nuestros padres. Considero – y ésta es la segunda observación – que la comprensión de tal mundo en totalidad corresponde – como objeto de pensamiento -, en última instancia, al discurso que tradicionalmente se ha llamado “Filosofía”. Con esto quiero afirmar mi convicción de que no es suficiente la enumeración estadística o sociológica de las novedades para caracterizar a la posmodernidad. Estrictamente, no hay allí comprensión alguna, por más que se puedan vincular ciertos fenómenos bajo cierta pretensión de causalidad, simultaneidad o sucesión. Sin embargo, muchos textos y opiniones no superan el nivel de una descripción o crónica periodística destinada al consumo masivo.

Por lo tanto, no creo que sea posible la tematización de la posmodernidad sin la referencia a textos y autores filosóficos, aún a sabiendas de que el presente artículo pueda resultar un tanto “erudito” o de dificultoso acceso para el lector medio. Espero salvar esta dificultad con un lenguaje lo más sencillo posible y con las referencias bibliográficas correspondientes.

II – La política y el “fin de la historia” moderna.

¿En qué sentido ha “finalizado” la historia en la posmodernidad?

Dicho está, para los pensadores “posmodernos”, la historia ha finalizado en el sentido moderno, según las tres características antes enumeradas y comentadas brevemente. Desde ya, esto no significa que lleguen a su fin los acontecimientos, incluso grandes y graves, como lo estamos viendo. Puede significar sí, en una primera aproximación, que se ha alcanzado un cierto ideal de hombre y de organización social correspondiente a ese ideal de hombre, que es la democracia liberal[4] o el Estado de Derecho. Si así fuera, la historia habría finalizado porque habría alcanzado su meta. El “hombre verdadero” aparece en esta forma de organización, en tanto el Estado de Derecho se sostiene en la siguiente afirmación: “todos los hombres somos iguales” (ante la ley, es decir, ante la razón). De Kant a Hegel, de Rousseau a Stuart Mill, los más importantes pensadores de la modernidad que han abordado la cuestión del origen del Estado (Moderno) y de la sociedad comparten esta convicción. Contra lo que pudiera pensarse, incluso el mismo Marx reconoce la parte de verdad de esta hipótesis. Escuchémoslo:

“El Estado político perfecto es, por esencia, la vida genérica del hombre, en contraposición con su vida material. Ahí donde el Estado político ha logrado su verdadero desarrollo, el hombre lleva una doble vida, una celeste y otra terrestre, su vida en la comunidad política en la que vale como ser universal, y su vida en la sociedad civil en la que actúa como hombre privado…”.

“En su realidad más inmediata, dentro de la sociedad civil, el hombre es un ser profano. Aquí, donde para sí mismo y para los otros vale como ser real, es un fenómeno despojado de verdad. En cambio, en el Estado, donde el hombre vale como ser genérico, el se halla despojado de su real vida individual y lleno de una universalidad irreal”.[5]

 

            El “Estado político perfecto” es el estado democrático, resultado de las revoluciones burguesas de los siglos XVII y XVIII; en el aparece la “vida genérica” del hombre, es decir, su vida verdadera, pues la esencia del hombre sólo aparece en el género. ¿Cuál es la crítica de Marx a las democracias liberales burguesas – y, por lo tanto, el motivo por el cual para él la historia aún no habría terminado? Que en este Estado el “hombre verdadero” se halla separado del “hombre real”, volviéndose por lo tanto “irreal”, aunque verdadero. El hombre real, es decir, el hombre económico – el hombre que padece las penurias económicas que resultan de su situación alienada – “es un fenómeno[6] despojado de verdad”. Es en el Estado (burgués, liberal) donde el hombre “vale como ser genérico” – verdadero -, y sin embargo, esta verdad se halla despojada de realidad y es “una universalidad irreal”. De manera tal que para Marx habrá que superar la enajenación/separación hombre verdadero-hombre real, para lo cual será necesaria la revolución del proletariado. Pero obsérvese que también para Marx el “hombre verdadero” ya ha llegado a ser con el Estado liberal burgués. El “fin de la historia” marxista – aunque en realidad, según Marx, el comienzo de la historia “humana” – será, entonces, una vez que reunamos al hombre verdadero – esfera de “lo político” – con el hombre real – esfera de “lo económico”.

Ahora bien, en semejantes concepciones, ¿qué papel le cabe al “político”, a “la política”? La respuesta es sencilla. En las filosofías liberales, el político es aquél encargado de realizar cada vez más al “hombre verdadero” en la leyes y en las instituciones que permiten su aplicación. Un hombre cada vez más consciente de su dignidad personal[7], de su capacidad racional, de su libertad. A tales fines, la educación jugará un papel fundamental, en tanto nos permitirá no depender de otra cosa más que de nuestra propia razón, según el proyecto de la ilustración. El político y la política harán avanzar la historia, hasta tanto el Estado de Derecho, en su Constitución y en sus leyes, no dejen dudas de aquella igualdad fundamental. En el marxismo, el papel de la política será crear las condiciones para que sea posible la superación de la condición humana alienada y, por lo tanto, la reunión del hombre verdadero con el hombre real, en una nueva síntesis: el hombre comunista o, para decirlo con mayor amplitud, el ciudadano socialista. En una y en otra postura pues, el político hace avanzar la historia, al igual que el científico, el educador o el artista, cada uno en su ámbito. En una y otra postura, el papel del político es fundamental para el advenimiento del hombre emancipado, real, feliz; es fundamental para la consumación de la historia, para el final de la historia.

Todos hemos visto qué ha sido del anhelo del comunismo marxista por reunir al “hombre verdadero” con el “hombre real”. Mas allá de su fracaso, debemos legítimamente pensar que las agrupaciones socialdemócratas o progresistas de occidente – en el cual incluyo a Latinoamérica – aún viven en esta expectativa, lo que justifica la importancia que tiene para ellas – ¿también para el cristianismo político? – “lo político” y la política. Para la mayoría de estas agrupaciones, por lo tanto, la historia aún no habría llegado a su fin, lo que explica su rechazo a la lectura más radicalmente posmoderna de la realidad, a la que consideran en definitiva “ideológica” y conservadora. Se pretenden entonces que la actividad política tiene la misión de extender la democracia política a “lo económico” o “lo social” en general, para reunir, en la medida de lo posible, al “hombre verdadero” con el “hombre real” o, en otras palabras, hacer reales los enunciados acerca de “los derechos”, que permanecen en el plano abstracto (“en el cielo de la política”, diría Marx).

Entiendo que no es ahora la oportunidad de discutir la viabilidad de esta concepción de la actividad política. En cuanto a los textos que le dan origen[8], son numerosas las expresiones que nos dan la certeza de que, en la medida en que se aceptan mecanismos de mercado – por muy limitados que se pretendan, cosa además imposible por la misma lógica del mercado – como condición definitiva de organización social, estas agrupaciones suscriben en lo esencial los postulados de la Democracia Liberal o Estado de Derecho, según lo conocemos. La reunión perfecta del hombre verdadero con el hombre real es, en última instancia, inviable, lo que significa que la empresa atribuida a la política – terminar con la condición alienada del hombre – es una utopía, en el mismo sentido en que Marx caracterizaba a los socialismos anteriores a su filosofía de “utópicos”.

¿Qué decir de aquellas posturas que abiertamente adhieren a la Democracia Liberal y al Estado de Derecho actual como forma de organización ideal? En ellas, el político pierde su valía, pues “el fin de la historia” ya se ha alcanzado. En su reemplazo encontramos al técnico. Los problemas de nuestras sociedades no son “políticos”, sino técnicos[9], y solucionables sólo con las técnicas adecuadas: educativas, legislativas, contables, administrativas, económicas. La importancia de “lo técnico” en nuestra sociedad neoliberal es así sólo advertida desde la noción de “fin de la historia” y, junto con ello, la “crisis” de la política y el desprestigio de los políticos. En este contexto, es un error pensar que la crisis política actual se deba simplemente a que nuestros políticos son peores o “más corruptos” que los de otros tiempos, y que todo se solucionaría con algo más de honestidad, eficiencia o ideas novedosas; no hay novedad posible, pues la historia ha terminado. Es la misma política la que pierde su sentido y su función, pues es ya superflua en la condición definitiva de la humanidad. Por lo mismo, cada vez son menos – como es evidente – los “políticos” liberales o neoliberales, y cada vez son más los técnicos o los conocimientos técnicos que se le exigen al aparente “político”.

 

III – La política en la condición posmoderna.

III.1 – Caracterización de la posmodernidad en la perspectiva de sus autores.

Recapitulando lo dicho hasta aquí:

  • para aquellas posturas que adhieren o simpatizan con la comprensión marxista de la historia y de la sociedad, la historia ha terminado en tanto hemos alcanzado al “hombre verdadero”, pero no aún en tanto resta “realizar” (desalienar, traer del cielo a la tierra, liberar) a ese hombre; la política sigue teniendo sentido, aunque sus objetivos se hubieran vuelto – según nosotros -, ya sumamente difíciles de alcanzar, ya imposibles – lo cual sería una verdadera contradicción con un “sentido” de la historia;
  • para aquellas posturas que adhieren o simpatizan con la comprensión liberal de la historia y la sociedad, la historia ha finalizado, pues hemos alcanzado la forma de organización social definitiva: el Estado de Derecho. Aquí, la política es una actividad que tiende a perder sentido y utilidad.

¿Cabe otra alternativa de pensar la relación política-posmodernidad, en los términos anunciados al comienzo de este escrito: “saber cómo influye la posmodernidad en la actividad y el discurso políticos”? Intentaremos dar respuesta guiados, como ya lo anunciamos, por las ideas de Vattimo[10] y otros[11].

Si hemos dicho que la noción de historia como “una, progresiva y de la emancipación” finaliza, bien podemos entender – y así lo entiende Vattimo – que ya no es posible pensar la historia bajo esas características. Los medios masivos de comunicación han provocado, desde fines del siglo pasado, un estallido de cosmovisiones y culturas que, gracias a ellos, han “tomado la palabra”. En este mundo pluricultural hay tantas historias posibles cuantas culturas, en tanto que cada una de ellas prioriza ciertos hechos y pospone otros de acuerdo a su propia jerarquía de valores. No es posible el acceso a una “realidad en sí”, que hiciera las veces de juez acerca de la corrección o incorrección de cada una de las jerarquías axiológicas; la realidad es “…más bien el resultado del entrecruzarse… de las múltiples imágenes, interpretaciones y reconstrucciones que compiten entre sí, o que, de cualquier manera, sin coordinación “central” alguna, distribuyen los medios masivos de comunicación”[12]. No habiendo acceso a la realidad “en sí”, no es posible acceder al fundamento no histórico que nos permitiera ordenar y jerarquizar los acontecimientos. Todo orden (toda cultura, toda cosmovisión) es sólo una interpretación posible del “sentido del ser”, una entre otras, legitimándose unas frente a otras no por ser alguna más “verdadera”, en tanto correspondiente a la realidad, sino por criterios de otro tipo (según Vattimo, básicamente estéticos). La realidad es siempre interpretada, y todo discurso sobre la realidad es interpretación[13].

Vattimo ve en esto una “ganancia”, en tanto culturas y discursos proscriptos o descalificados por una visión única de la historia pueden ahora tomar la palabra. Frente a la pretensión de la modernidad de un discurso “verdadero”, hegemónico, totalitario, la posmodernidad sostiene un discurso “débil”, plural, fragmentario, interpretativo, tolerante. En este sentido, la posmodernidad es una chance de liberación, pero no liberación porque apareciera el “hombre verdadero-real” en la historia, sino simplemente porque no existe ya tal.

Esta muy apretada síntesis abre a otros rasgos del pensamiento posmoderno, que es necesario entender correctamente desde lo dicho hasta aquí, pero que no desarrollaremos (por ejemplo, la exclusividad del tiempo presente, la desaparición de los grandes proyectos, el debilitamiento del sujeto, el “crepúsculo del deber”, la fragmentación del saber, etc.). Sólo intentaremos, como apuesta final de nuestro escrito, reflexionar sobre el papel de la política y el político en tal condición de existencia.

III.2 – La actividad política en la posmodernidad.

¿Qué sentido tiene la actividad política dentro de la perspectiva recién descripta?

En primer lugar, cabe decir lo siguiente: la política sí tiene sentido en esta perspectiva, en tanto discurso – y actividad – que expone una racionalidad, una entre otras, racionalidad que también se refiere a lo colectivo. El discurso “técnico” es, para el pensamiento posmoderno, la consumación del discurso totalitario de la metafísica, que deja de ser ideal y se vuelve real. Por lo tanto, nada más distante de este tipo de actitud política que la que hemos llamado antes “neoliberal”. Ocurre sí que al no haber una única lectura posible de la historia y de la realidad, el político no es ya la “vanguardia” de la historia, careciendo del lugar principal que le adjudicaba la modernidad. Su papel, en consecuencia, no tiene la trascendencia que poseía, lo que concurre a explicar una cierta desvalorización de la actividad.

 En cuanto a los diferentes discursos, se relativizan. Utilizando una expresión típica de Vattimo, se “debilitan”, esto es, no pretenden ser el único discurso posible, sino uno entre otros, consciente de su contingencia, límites, provisoriedad. Todo discurso es una interpretación posible – en tanto sea expuesto bajo la lógica de una razón interpretativa -, pero no la reproducción exacta del ser ni del deber ser. Por cierto, al volverse el discurso consciente de ser uno entre otros, puede que pierda parte de su fuerza, de su “mística”, de su pretensión de abarcar la totalidad. En este sentido, podríamos listar una serie de valores – o actitudes – que le corresponden: tolerancia, apertura a lo diferente, actitud dialógica, modestia de objetivos, etc.

Cierto es también que entran en crisis las grandes utopías o ideologías, pues ambos son pensamientos que corresponden a la lógica totalitaria; pero frente al proyecto total cobran preeminencia los “pequeños” proyectos comunitarios y locales[14]. Estos pequeños proyectos, al escapar a toda lógica totalitaria, escapan al intento de subsumirlos bajo categorías de análisis universales, sean sociológicas, históricas o económicas. Podemos legítimamente pensar que, por lo tanto, trabajan desde y para una identidad propia, aunque una identidad “débil”, en tanto permeable al diálogo y a “lo otro”. La posmodernidad pone también el acento en una revalorización de “los prejuicios”, que es tanto como las tradiciones particulares en las que se apoya un discurso y una identidad: en cierto sentido, pues, sería también valiosa la recuperación y conciencia de las propias tradiciones locales.

Por lo dicho, la posmodernidad es una cierta “chance” para el hombre, aunque chance nihilista[15]: no hay valores absolutos, y los nuestros son unos entre otros posibles. Y entiendo, en los personal, que así debe asumirse – si se quiere habitar conscientemente en la condición posmoderna – el discurso del cristianismo político y social. La posmodernidad no lo invalida; sólo invalida su pretensión de discurso verdadero, único, “científico”. La lectura “cristiana” de lo político y lo social es una interpretación[16], legítima en tanto pueda exponer su discurso dialectal según aquella misma razonabilidad hermenéutica.

Finalmente, hay que aclarar que el pensamiento político posmoderno es algo que aún está en elaboración. Nunca hallaremos, para la “condición posmoderna”, que la política posea la gravedad que poseía en la modernidad. Es inevitable que, advirtiéndose que no necesariamente la historia marcha hacia un final feliz, la prisa por alcanzarlo se esfume; al fin y al cabo – ya lo hemos dicho -, también aquí la historia ha llegado a su final.

Todo lo que he escrito, por cierto, puede que no ofrezca ningún curso novedoso para la acción. Mucho menos, “ideas que enamoren” o conmuevan a los espíritus en pos de alguna gesta patriótica. Tampoco era la intención[17]. Creo, no obstante, que tener cierta lucidez sobre la gravedad del momento que vivimos es necesaria y útil, al menos para no embarcarse en empresas que culminan – como lo hemos visto – en la frustración o la desilusión. En cuanto a lo que considero certeza, no advertir los rasgos fundamentales del proyecto moderno y su crisis actual significaría insistir en una empresa moderna – el socialcristianismo original, tradicional o fundacional  – que ya no es sostenible como tal, sino a condición de repensar sus mismos orígenes.

                                                                                  Buenos Aires, octubre de 2001

 

[1] Sosa, Pablo Marcelo; “Apuntes a partir de la “Carta sobre el Humanismo”, de Martín Heidegger”; ponencia para la segunda jornada de filosofía del prof. “Espíritu Santo” de Quilmes, Quilmes, 1999.

[2] Cfr. Vattimo, Gianni; “Etica de la interpretación”, cap. 1, “Posmodernidad y fin de la historia”; Paidós, Buenos Aires, 1992. Como es bien sabido, la “primera piedra” fue lanzada por F. Fukuyama en “The End of History?”, The National Interest, nro. 16, 1989. Cfr. del mismo autor: “El fin de la historia y el último hombre”, Planeta-Agostini, Barcelona, 1994.

[3] Debería quedar claro entonces que nada tiene que ver con la presencia de un tiempo posmoderno el hecho de que ciertos países hubieran alcanzado o no la “modernización” científica, tecnológica o de sus mecanismos productivos en general.

[4] Cfr. Fukuyama, Francis; “El fin de la historia y el último hombre”, Introducción; Planeta-Agostini, Barcelona, 1994.

[5] Marx, Karl; “La cuestión judía”. Texto extractado de “Dognin, Paul (O.P.); “Introducción general a la Doctrina de Carlos Marx”; Pontificia Universidad Católica – Facultad de Teología (mimeo); Buenos Aires, septiembre de 1973.)

[6] Evidentemente, la palabra “fenómeno” debe ser entendida en sentido hegeliano.

[7] Piénsese en la famosa segunda formulación del imperativo categórico kantiano: “obra de manera tal que tomes siempre a la persona como un fin en sí mismo, y no como un medio para otra cosa”.

[8] Me refiero, básicamente, al pensamiento de Marx y Engels.

[9] Cfr. Lores Arnaiz, María del Rosario; “Hacia una epistemología de las Ciencias Humanas”, pp. 157-163; Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1981.

[10] La bibliografía de y sobre Vattimo es extensísima. Menciono sólo algunos de los textos más conocidos y que he utilizado: “La sociedad transparente”, Paidós, Barcelona, 1990; “El fin de la modernidad”, Gedisa, Barcelona, 1990; “Etica de la interpretación”, Paidós, Buenos Aires, 1992; “El Pensamiento Débil”, Cátedra, Madrid, 1995; “Creer que se cree”, Paidós, Buenos Aires, 1996.

[11] En adelante, cuando hablemos de “posmodernidad” lo diremos desde este punto de vista.

[12] Vattimo, Gianni; “La sociedad transparente”, pág. 81, Paidós, Barcelona, 1990.

[13] Por supuesto que no cualquier interpretación es posible. Hay una racionalidad de la interpretación (“razón hermenéutica”), diferente a la racionalidad científica o metafísica.

[14] Sería interesante reflexionar, por ejemplo, sobre la propuesta del “voto contrato” como un signo de ruptura con la concepción moderna – rousseauniana – de la “representación”, pues el voto contrato responde más a un modelo de representación privada que pública, esto es, apoyada en la noción de “voluntad general”. Cfr. Bobbio, Norberto; “El futuro de la democracia”, pp. 28-30; Planeta-Agostini, Buenos Aires, 1994.

[15] Cfr. Vattimo, Gianni; “El fin de la modernidad”, primera parte; Gedisa, Barcelona, 1990.

[16] De hecho, esta múltiple interpretación ya se da. En este sentido, el discurso filosófico vendría a justificar “a posterior” lo que es bien sabido: hay muchas lecturas de “lo cristiano” en el campo político, que abarca desde posturas conservadoras hasta revolucionarias.

[17] Desde ya que hay otros intentos de pensar lo político en la filosofía contemporánea, pero que no calificaría de “posmodernos”. Tal es el caso, por ejemplo y muy digno de atención, de Paul Ricoeur.