Disertación pronunciada el 27 de marzo de 2009

en el Instituto de Cultura Religiosa Superior, organizada por

el Instituto Jacques Maritain, Centro de Estudios Culturales,

Sociales y Políticos de Buenos Aires,

en el marco de la reunión de la Comisión Ejecutiva

del Instituto Argentino Jacques Maritain

 

            Deseo expresar en el comienzo de esta charla mi sincera gratitud por su amable invitación. Es una ocasión que me honra y a la que espero retribuir con palabras que, ojalá, dejen algún fruto en los presentes.

            De común acuerdo con mi querida amiga María Laura Picón, quien supongo tiene la mayor parte de la culpa de mi presencia en este lugar, escogí para la oportunidad el tema “Actualidad de la filosofía de Jacques Maritain”.

En todo caso, me apresuro a señalar un par de aclaraciones: ante todo, mi dedicación intelectual de los últimos años no abarca la totalidad de la obra Maritainiana (empresa casi imposible, por demás), sino sólo su epistemología. Por eso, muy a mi pesar, debo restringir mi exposición a ese capítulo de su pensamiento. En segundo lugar, me resulta presuntuoso hablar de un tópico tan amplio y difuso como “la actualidad”. Si algo podría decirse sin vacilar acerca de nuestro presente histórico es que se trata de una época extraordinariamente compleja, poblada de fuerzas culturales imbricadas en nudos casi indescifrables. A lo cual debe agregarse la circunstancia del dinamismo frenético en el que vivimos, que impide alcanzar un retrato más o menos adecuado de la situación antes de que ésta cambie drásticamente.

Con estas salvedades, daré comienzo al tema propiamente dicho aludiendo a ciertas críticas que se han lanzado contra Maritain y que tienen relación con lo que estamos tratando. Una de ellas se aplica sobre la presunta actitud retrógrada de Maritain, quien se habría instalado en una especie de nostalgia hacia la Edad Media, bastante común entre ciertos grupos integristas con ínfulas de restauración y de cruzadas al estilo caballeresco. Queda fuera de toda duda la importancia que Maritain atribuye a la Edad Media tanto en su aspecto general de etapa evangelizadora de la cultura, como en particular para el esclarecimiento de la noción, los métodos y el orden de las ciencias. En oposición a la lectura iluminista, Maritain rechaza los cargos levantados contra ella, insistiendo en que, a pesar de no haber tenido un notable desarrollo en el terreno propiamente científico, el Medioevo prestó un alto servicio a la causa de la inteligencia al meditar en profundidad en términos sapienciales, al asimilar criteriosamente los aportes de la cultura clásica, al configurar la teología como ciencia abriéndola a un diálogo fecundo con las demás ciencias, y al descubrir el sentido que cada saber tiene, no sólo según las posibilidades de la lógica humana, sino en orden a los supremos intereses del espíritu. Mas, a pesar de su entusiasmo por lo medieval, Maritain no cae en el error de aquellos que pretenden un retorno a contramano de los tiempos. “Sabemos que el curso del tiempo es irreversible; por mucho que admiremos el siglo de san Luis, no queremos por ello retornar a la Edad Media, según el deseo absurdo que ciertos críticos penetrantes nos atribuyen generosamente; nosotros esperamos ver que se restituyan en un mundo nuevo, y para informar una materia nueva, los principios espirituales y las normas eternas de las que la civilización medieval, en sus mejores épocas, no nos presenta sino como una realización histórica particular, superior en calidad, a pesar de sus enormes deficiencias, pero definitivamente pasada.”[1] Dicho todavía más claramente, el intento de regresar a la Edad Media “implica una especie de blasfemia contra el gobierno de Dios en la historia”.[2]

Otro reproche que se le ha hecho, y muy vinculado al anterior, es su supuesta actitud anti-moderna. Ciertamente puede observarse un temperamento hostil en nuestro autor, sobre todo en su período juvenil. Pero aquellos fuegos pronto dieron paso a una mirada más equilibrada, no sólo en el sentido de la progresiva aceptación de los aportes de ese período histórico, sino al insistir en que la actitud más apropiada no es la del anti-moderno sino la del ultramoderno. Entre los aportes que Maritain admite a favor de la Modernidad, está el avance de las ciencias, especialmente la física matemática, y una renovada inquietud por el pensamiento reflexivo y la indagación en la interioridad. Asimismo y con respecto a los distintos grados del saber “El pleno conocimiento efectivo de su autonomía es la más valiosa ganancia histórica de los esfuerzos de los siglos modernos: esta es una ganancia lograda.” Por eso los filósofos modernos deben ser leídos y estudiados “con un ardiente interés por la forma como su cerebro trabaja y una viva curiosidad por el misterio de sus encaminamientos, y una curiosa pero casi tierna simpatía por su investigación”. La actitud ultramoderna es, precisamente, la del que reconoce las grandes constantes de la intuición filosófica universal, esa philosophia perennis que brota en el tiempo para ascender a la eternidad de las ideas, y a la que es preciso perfeccionar con todo lo bueno que se diga de allí en más. Volviendo a la filosofía moderna, nuestro autor dice que “la filosofía tomista las reclama para reencauzarlas, no desea dejar que se pierda ninguna, y así, lejos de aislarse del pensamiento moderno, ella exige estar con él en un contacto estrecho y perpetuamente asimilador, ella pretende salvar todos los materiales de gran precio puestos en obra por ese pensamiento”[3]. Para que María Laura se sienta un poco más cómoda voy a citar a un gran Maritainiano de nuestras pampas, que sobre todo ella conoce muy bien: “La visión integral de la Cultura y del Humanismo de Jacques Maritain hunde sus raíces en la dialéctica inmanente de su experiencia existencial: moderno, antimoderno, ultramoderno. Tres dimensiones que no son simplemente etapas cronológicas que se suceden una tras otra en su itinerario espiritual e intelectual, sino también y sobre todo, núcleos existenciales e intelectuales que van coexistiendo e integrándose sucesivamente en la vivencia y en el pensamiento de un hombre que supo salvar e integrartodo lo que la modernidad (moderno) le transmitió como patrimonio de verdad y de bien a la luz de la antigua y rica herencia premoderna, por un paciente y lúcido discernimiento y purificación de la forma espiritual específicamente moderna (antimoderno), a fin de renovar actualizar las verdades y las virtualidades perennes e inmutables del tomismo en orden a la construcción de un mundo nuevo, de una civilización nueva, de una civilización fraternal fundada en un humanismo integral (ultramoderno).”[4]

Me detengo en las últimas palabras porque vale reforzar la voluntad de Maritain por abrir rumbos más que cerrarlos, y porque, según una bellísima imagen que el mismo acuñó, Dios es Verbo que habla eternamente desde la inteligibilidad intemporal de las esencias, pero es también Espíritu que hace nuevas todas las cosas soplando el viento de la historia. Por eso mostró entusiasmo al visitar la Universidad de Lovaina en 1920 y descubrir su lema: Nova et Vetera. Justamente él, que llegó a la patria de la inteligencia de la mano de un buey mudo que vivió en el siglo XIII, se puso a la cabeza de un tomismo viviente, no sólo por su capacidad de crecimiento indefinido a partir del despliegue de sus inmensas virtualidades, sino por su capacidad de asimilación de las verdades que brotan fuera de sus dominios. Por eso Maritain enfatiza la virtud universal y perenne del pensamiento de Santo Tomás, que está llamado a convencer a todos los espíritus, de cualquier tiempo y lugar, o al menos a presentarse como congruente con cualquier expresión filosófica verdadera. Al mismo tiempo, su universalidad y perennidad hacen posible aplicarla más allá de su circunstancia histórica como una luz esclarecedora y un criterio legítimo de discernimiento de las complejas situaciones culturales de la actualidad. Vale la pena citar algunos textos:  “Lo que esperamos de él [el tomismo] en el orden especulativo es la solución actual de los valores de la inteligencia; y en el orden práctico la salvación igualmente actual (en la medida en que ello depende de una filosofía) de los valores humanos. Nos ocupamos, en una palabra, no de un tomismo arqueológico, fósil, sino de un ‘tomismo viviente’.”[5] [La filosofía de Santo Tomás] “es, en realidad, un pensamiento universal y perdurable, -elaborado ante todo por la razón natural de la humanidad- transformado después de eso sabiduría superior y consciente de sí misma en la inteligencia de la Iglesia, […] formulada un día por un hombre no como suya, todo lo contrario como independiente de sí mismo, y común : como el bien común del que Tomás no era sino el agente de transmisión, -sabiduría que, una vez formada, podrá crecer y desarrollarse indefinidamente, y asimilarse toda verdad, vetera novis augere: pues siendo espiritual no está sometida a la necesidad del envejecimiento y de la muerte.”[6] “La filosofía de santo Tomás no es una filosofía muerta, una doctrina pasada, encerrada en un tiempo superado, y que no podría constituir sino el objeto de trabajos retrospectivos de expertos medievalistas. Es una doctrina viviente, llamada a afrontar todos los problemas de la inteligencia moderna y de la vida moderna, sin olvidar jamás, en su mismo ejercicio, esta exigencia primera del espíritu peripatético que quiere que las ideas surjan para nosotros no de una simple procedencia libresca, sino de las aguas vivas de la experiencia, experiencia metódica y racionalista de las ciencias, experiencia más vasta y más difusa de los conflictos y de las aporías, de la problemática constantemente agitada por la pubre vida del animal racional.”[7] Cito finalmente a su amigo Gilson : “Se lo reclama por todas partes… no como representante de una metafísica difunta, sino como portador de una fuerza viva que brota sin cesar, a la vez francesa, cristiana y universal, que fecunda todo lo que toca.”[8].

En resumen, creo que no se puede omitir en una conferencia sobre la actualidad de Maritain su explícito llamado a la entrega apasionada por la causa de una verdad viviente que reclama sus derechos en todo tiempo y lugar. Un denominador común de los escritos de Maritain es el tono comprometido y a menudo polémico que destilan. H.Bars subraya la vocación especial de nuestro autor por vivir los dramas de su tiempo y consagrarse a iluminarlos desde lo eterno. Su obra, dice, tiene la marca del tiempo, y él mismo “generosamente se ha entregado a las necesidades de su tiempo, pero con fin de volver a adquirir para la inteligencia lo eterno que se encontraba en ella invertido.”[9]. Por eso, conjetura, es extraño encontrar en él textos aparatosos, bajo la forma de tratados que sugieran estructuras pétreas e inmóviles. Por el contrario, Maritain “no ha escrito ninguna Summa ni nada que se le parezca y la forma del ensayo constantemente practicada por él, parece la más natural.” Es que estaba convencido de que la gran síntesis de la sabiduría de la que se había nutrido ya estaba hecha, y que sólo quedaba enriquecerla pero dejándose sustentar por ella. Y además, el género del ensayo cuadra mejor a su estilo, habida cuenta de que “no existe ninguna obra filosófica que lleve más límpidamente las señales de la aventura histórica y del crecimiento en el tiempo”.[10]

Podría mencionar aquí, como rúbrica de esta primera parte de mi intervención, que ese afán por lo que llamaría Ortega y Gasset “El tema de nuestro tiempo” no planea con liviandad sobre el presente como un ave de paso, sino que lo pone a la sombra del árbol acogedor de una sabiduría milenaria que hunde sus raíces en la solidez inquebrantable de los principios. En El Campesino del Garona leemos acerca del vicio de la “cronolatría epistemológica”, “una fijación obsesiva sobre el tiempo que pasa”, una tendencia muy extendida a derogar todo pensamiento por el mero expediente del fluir del tiempo. Bastan unos pocos años para dar de baja las ideas y abrir paso a otras, cuyo valor no está en la verdad sino en la novedad. Lo que legitima al filósofo es su constante renovación, y lo único que le permite conservar vigencia es su fecundidad, reciclando sin cesar sus propias ideas. Todo se reduce a “incorporar las cosas del espíritu a la ley de lo efímero, que es la de la materia y la de lo puramente biológico, hacer como si el espíritu estuviera sometido al dios de las moscas”.[11] Este vicio lo hiere especialmente por su adhesión a los principios de Aristóteles y Santo Tomás, que para muchos que miden la duración de las ideas filosóficas con el reloj de las teorías científicas, han quedado definitivamente rezagados en el tiempo. “A eso respondo que el teléfono y la radio no impiden al hombre tener siempre dos brazos, dos piernas y dos pulmones, de enamorarse y de buscar la felicidad como sus lejanos ancestros; aún más, la verdad no reconoce criterios cronológicos, y el arte del filósofo no se confunde con el arte de los grandes diseñadores de ropa.”[12] Vale aclarar que si bien Maritain entiende como un acto de cobardía el “dejar de lado lo eterno por lo cambiante” (frase que emplea en una de sus cartas a J.Cocteau) también considera del mismo modo el huir de la novedad refugiándose en la nostalgia del pasado: “Un cobarde retrocede alejándose de las novedades. El hombre valiente se lanza hacia delante, en medio de las novedades.”[13]

En la segunda y última parte quiero aludir, suscintamente, a algunos rasgos de la actualidad sobre los cuales me parece que la herencia de Maritain puede iluminarnos de manera especial. Tomaré al respecto la guía de Juan Pablo II a través de su encíclica Fides et Ratio. En el n.91 Su Santidad menciona el fenómeno del pensamiento posmoderno en estos términos: “Nuestra época ha sido calificada por ciertos pensadores como la época de la « postmodernidad ». Este término, utilizado frecuentemente en contextos muy diferentes unos de otros, designa la aparición de un conjunto de factores nuevos, que por su difusión y eficacia han sido capaces de determinar cambios significativos y duraderos. Así, el término se ha empleado primero a propósito de fenómenos de orden estético, social y tecnológico. Sucesivamente ha pasado al ámbito filosófico, quedando caracterizado no obstante por una cierta ambigüedad, tanto porque el juicio sobre lo que se llama « postmoderno » es unas veces positivo y otras negativo, como porque falta consenso sobre el delicado problema de la delimitación de las diferentes épocas históricas. Sin embargo, no hay duda de que las corrientes de pensamiento relacionadas con la postmodernidad merecen una adecuada atención. En efecto, según algunas de ellas el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz. Muchos autores, en su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias, contestan incluso la certeza de la fe.” El paisaje de la posmodernidad, descripto con cruda elocuencia por F. Lyotard, es un yermo en el que ya no crecen ni la verdad, ni los valores, ni la esperanza; donde todos los “relatos” se disuelven en el torbellino de la desesperación ante el derrumbe del paradigma iluminista; donde el tejido social se atomiza y sólo cuenta la legitimación de los saberes y las relaciones humanas bajo el imperativo del utilitarismo cortoplacista. En tal escenario el remedio que nos propone Maritain está en una decidida redención de la inteligencia aprisionada en sus vicios. En su análisis de la historia reciente, afirma que el intelecto ha quedado progresivamente desplazado de su preeminencia para la vida humana, pues al sucumbir a los llamados desordenados del apetito, se entregó a la vanidad de sus propios conceptos y se dejó someter al interés pragmático. Tanto desde el pesimismo de la Reforma como desde el optimismo cartesiano, la inteligencia se descentra y pierde el rumbo que urge reconquistar. Por eso hablará Possenti de la empresa Maritainiana en términos de una “liberación de la inteligencia”, a la que están especialmente llamados los hijos de la Iglesia: “Es una necesidad urgente del mundo de hoy que los cristianos firmemente adheridos a su fe se dediquen al trabajo de la inteligencia en todos los campos del conocimiento humano y de la actividad creativa, al tiempo que descubran que las claves que nos proporcionan una buena filosofía y una buena teología están destinadas a abrir las puertas, no a cerrarlas”[14]. Hoy, en este contexto oscuro para la razón, “lo que importa para la salud del mundo como para la de la filosofía es ante todo que la auténtica escala de valores sea reconocida, y que, aun a costa de muchos ensayos y errores, el nivel medio de la experiencia espiritual sea suficientemente elevado entre los hombres. Entonces podría la inteligencia purgarse de muchos venenos que hoy nublan su mirada.”[15] En definitiva, se trata de reanimar la conciencia de “un respeto religioso hacia la verdad, y que toda verdad, incluso la más oscura o la más condicionante, o la más peligrosa, se ha vuelto sagrada en tanto mismo que verdad.” [16]

            Un segundo dato inquietante que se lee en la Fides et Ratio es la desorientación que se percibe en el panorama global de la teología contemporánea. Allí, dice Su Santidad, “se abre camino nuevamente un cierto racionalismo, sobre todo cuando se toman como norma para la investigación filosófica afirmaciones consideradas filosóficamente fundadas. Esto sucede principalmente cuando el teólogo, por falta de competencia filosófica, se deja condicionar de forma acrítica por afirmaciones que han entrado ya en el lenguaje y en la cultura corriente, pero que no tienen suficiente base racional.” Estimo, sin ser un experto, que aquí se alude veladamente a ciertas tendencias anárquicas que prosperan en centros de estudios teológicos europeos y latinoamericanos, hondamente influidos por vertientes idealistas, historicistas y relativistas. A ello se suma las acechanzas del fideísmo expresado en la sobrecarga de estudios escriturísticos que reducen el intellectus fidei a una pura teología bíblica sin apoyo especulativo de carácter metafísico. Maritain ya señalaba como una enfermedad de su tiempo (los años 60) la primacía de la verificación sobre la verdad, el afán de constatar la validez práctica de los signos antes que su auténtica adecuación al ser de las cosas. Lo cual, en el caso de la fe, conduce a una profunda malformación de su sentido, ya que en vez de afirmar las verdades sobrenaturales con la misma certeza y entusiasmo que tendríamos si lo hubiéramos visto, sólo se apela a la autoridad de un testigo en quien recae la responsabilidad de lo dicho. Tal como ocurre con la fe histórica, no hay aquí propiamente una declaración de verdad ni un compromiso con el mensaje.[17] Pero además, y en estricta sintonía con la enseñanza del Santo Padre, nuestro autor advierte que la teología, a la que de suyo no pertenece ninguna ciencia humana, precisa el instrumento de la filosofía por razón de su sujeto. Y ese instrumento, más allá de las virtudes elevantes de la sabiduría de la fe, debe estar rectamente dispuesto en su naturaleza para ser auxilio eficaz de la doctrina sagrada. El silogismo teológico requiere de una premisa natural, por lo cual “no es posible que un sistema teológico sea verdadero si la metafísica en que se basa es falsa.”[18]. También señala la tentación utilitarista de una teología que adopta el instrumento filosófico no por ser verdadero, sino por ser más funcional a sus fines. Pero esta actitud sólo puede ser contraproducente para la teología: “El instrumento de conocimiento puesto al servicio de la verdad teológica no podría ser otro que la verdad filosófica, tal como la alcanzamos en principio en su propio orden, por completo natural y racional : por muy desproporcionada que sea frente al misterio divino, la filosofía se ve sobreelevada a su vez por el empleo mismo que la teología hace de ella, como la causa instrumental es sobreelevada al ser movida por el agente principal ; pero es la verdad filosófica, no el error filosófico, lo que puede ser sobreelevado de este modo. Para ser un instrumento útil, se le exige a la filosofía que sea verdadera, no se pide otra cosa que ser verdadera.”[19] Esto aparece en línea con la advertencia de Juan Pablo II: “El pragmatismo dogmático de principios de este siglo, según el cual las verdades de fe no serían más que reglas de comportamiento, ha sido ya descartado y rechazado; a pesar de esto, queda siempre la tentación de comprender estas verdades de manera puramente funcional. En este caso, se caería en un esquema inadecuado, reductivo y desprovisto de la necesaria incisividad especulativa. Por ejemplo, una cristología que se estructurara unilateralmente « desde abajo », como hoy suele decirse, o una eclesiología elaborada únicamente sobre el modelo de la sociedad civil, difícilmente podrían evitar el peligro de tal reduccionismo.”[20]

            Un último detalle que me parece más que pertinente para nuestro presente se refiere a la relación dialogal cada vez más estrecha entre teología y ciencia. Este fenómeno, al que dedico actualmente mis reducidos espacios para la investigación, no se había manifestado aún en vida de Maritain. No veo motivo para pensar que no hubiese sido de su agrado la búsqueda de nuevos puentes de contacto entre lo teológico y lo científico. Pero sí sospecho que nuestro autor rechazaría el intento de sustituir la mediación filosófica por la de las ciencias, dejando una vez más a la teología vacía de soporte metafísico. Por eso Juan Pablo II insiste en que “una filosofía radicalmente fenoménica o relativista sería inadecuada para ayudar a profundizar en la riqueza de la palabra de Dios” sino que “es necesaria una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental”. En efecto, “el intellectus fidei necesita la aportación de una filosofía del ser, que permita ante todo a la teología dogmática desarrollar de manera adecuada sus funciones. […] En el marco de la tradición metafísica cristiana, la filosofía del ser es una filosofía dinámica que ve la realidad en sus estructuras ontológicas, causales y comunicativas. Ella tiene fuerza y perenne validez por estar fundamentada en el hecho mismo del ser, que permite la apertura plena y global hacia la realidad entera, superando cualquier límite hasta llegar a Aquél que lo perfecciona todo.”[21] Me gusta la imagen que propone Maritain cuando se refiere a los problemas epistemológicos de la exégesis: la mente teológica tiene en las ciencias un instrumento manual, pero la filosofía es para ella un instrumento cerebral.[22]

El tercer aspecto característico de nuestra época es la definida vocación de diálogo que hoy se manifiesta, no sólo a nivel de comunidades, culturas y religiones, sino también en el terreno del saber. Numerosos foros de discusión se abren continuamente para intercambiar visiones acerca de temas interdisciplinarios. Esa práctica tiene mucho que ver con la prédica de Maritain a favor de la integración del saber. Pero como él mismo lo aclaraba, “los investigadores deberán evitar por igual un separatismo perezoso y un concordismo demasiado condescendiente; y procurarán restablecer el vínculo vital sin destruir por eso las distinciones y las jerarquías esenciales del universo del saber.”[23] Precisamente la tentación del concordismo sólo se disipa al proponer como interlocutora una filosofía robusta, convencida de sus principios y confiada en que jamás la verdad, cuando es auténtica y bien comprendida, irá en contra de la verdad. El diálogo que vale la pena supone distinciones a veces crueles, y en el que el choque de las convicciones, capaz de hacer saltar chispas, es preferible a un pacto donde se postergue la verdad. En un tono disonante para su época, nuestro autor repite que “la metafísica será dogmática o no será”, así, sin matices, persuadido del carácter riguroso que tienen las ideas en su necesidad inteligible, que vale mucho más que el beneplácito de los hombres. Pero esa contundencia, en nombre de la verdad, es garantía de frutos genuinos de entendimiento mutuo. Al respecto nos enseña Juan Pablo II: “Creer en la posibilidad de conocer una verdad universalmente válida no es en modo alguno fuente de intolerancia; al contrario, es una condición necesaria para un diálogo sincero y auténtico entre las personas. Sólo bajo esta condición es posible superar las divisiones y recorrer juntos el camino hacia la verdad completa, siguiendo los senderos que sólo conoce el Espíritu del Señor resucitado.”[24]

Digamos, además, que Maritain estaba convencido de que, más allá de la división y de las legítimas diferencias entre Occidente y Oriente, hay una naturaleza humana común y un fruto natural del uso ordenado de esa naturaleza en cuanto racional, a saber la philosophia perennis, que cabe proponer más allá de las fronteras del espacio europeo y del tiempo medieval. La filosofía tradicional “contiene en ella, sea explícitamente, sea virtualmente, de dónde poner en plena luz todo lo que las búsquedas más variadas del espíritu humano, en Oriente como en Occidente, han podido y podrán encontrar de verdadero […] Las verdades universales adquiridas por el esfuerzo de la inteligencia afincada en su objeto propio, he allí un ámbito donde el Oriente y el Occidente pueden, sin tratar de nivelar arbitrariamente sus caracteres distintivos, fecundar a la luz de una unidad más alta que es la de las cualidades inherentes a la esencia de la raza humana.”[25]

El cierre de esta disertación quiero dedicarlo a destacar un aporte del Maritain de los últimos años, quien sintió la necesidad de abrir un nuevo camino que la edad no le permitiría seguir : se trata de su propuesta de una epistemología existencial. Esa epistemología inconclusa debería completar la consideración del orden objetivo con una perspectiva acerca de la trascendencia del conocimiento, de nuestra capacidad de llegar verdaderamente al ser de las cosas, del valor fecundante de la experiencia y sus posibilidades de verificación. Maritain insiste en reconocer a las ciencias ese índice de realidad que parece esconderse en la trama de los conceptos, y así sostiene que “una ciencia que se elevase hacia las esencias sin volver a descender hacia la existencia, y la existencia actual, que es siempre una existencia singular (y que para la filosofía es una existencia sensible), una ciencia de tipo platónico no es una ciencia, sino un sueño de ciencia.”

Pero así como el conocimiento termina en la cosa y en ella se reunifica, hay también una unidad absolutamente original que depende de la condición misma del sujeto en cuanto tal. La mediación de los objetos no sólo remite a las cosas mismas, sino también a la conciencia de nuestra afinidad con ellas, que es justamente una relación de sujeto a sujeto. La pista que condujo a Maritain en esta dirección ha sido, una vez más, propuesta por la filosofía clásica pero progresivamente opacada por las distintas formas del racionalismo. Se trata de la noción de connaturalidad, como una especie de conocimiento que no se explicita en signos, sino a través de una especie de conmoción afectiva a través de la cual el sujeto experimenta su semejanza con las cosas. El vehículo ordinario de esa connaturalidad es el amor que nos despierta, ya no la idea del bien, sino el bien que es el otro, como sujeto insustituible, como una invitación a fundirnos en la existencia. Sólo desde esta dimensión, próxima al ser con otros de la filosofía contemporánea, es posible explicar ese olfato privilegiado, esa misteriosa empatía que muchos intelectuales poseen para desentrañar la naturaleza de las cosas.

Pero además nos recuerda Maritain la connotación virtuosa que supone el ejercicio del saber. Los objetos de conocimiento se dan en el acto que los piensa, y remiten, como principios operativos fundantes, a esas determinaciones operativas permanentes que llamamos hábitos. Cada ciencia supone un hábito particular que pone al sujeto en familiaridad con una cierta región del ser y lo perfecciona en relación a la identificación intencional con esa realidad. El hábito, dice Maritain, es como una luz que pone a la inteligencia en proporción con sus objetos. Así es posible discernir hábitos o mejor virtudes naturales y sobrenaturales, especulativas y prácticas, particulares y sapienciales. Pero ese vasto repertorio de virtudes, en cuanto viven por el sujeto, confluyen espontáneamente en la unidad de la persona y se refuerzan mutuamente a partir de ella. Así como la vida material se expresa en multitud de actos en una corriente orgánica y fluida, la vida del espíritu, en su densidad existencial, unifica sin confundir “la naturaleza y la gracia, la fe y la razón, la teología y la filosofía, las virtudes sobrenaturales, las virtudes naturales, la sabiduría y la ciencia, las energías especulativas y las energías prácticas, el mundo del conocimiento y el de la poesía y el del silencio místico”.

Esta perspectiva aparece en espontánea convergencia con el tono decididamente antropológico del pensamiento actual. La revalorización de la existencia humana como experiencia del ser a partir de la experiencia afectiva, de la estética y del mundo de lo simbólico son hallazgos que esperan una adecuada asimilación al patrimonio de la philosophia perennis, pero que desde ya salen al encuentro de aquel aprecio tardío de Maritain por los problemas más profundos de la subjetividad.

Con esta última indicación expreso, como epílogo, mi sincera confianza en el valor inspirador de la obra Maritainiana para asumir nuestro desafío de estar en el mundo, sin ser del mundo, pero como luz del mundo. En un reportaje que leí a Leda Valladares, una anciana folclorista de la Puna, le preguntaron si no se sentía “atrasada” en su estilo. Su respuesta fue: “a veces no es cuestión de cambiar, sino de recordar”. Esta actualidad que, como dije al comienzo, nos confunde y atosiga, pide ante todo que hundamos profundamente las estacas de nuestra tienda y no caigamos en la tentación de edificar sobre arena o seguir la moda antes que el modelo. Quiera Dios que sepamos aprender la lección que Maritain nos trajo desde el fondo de las más venerables tradiciones del pensamiento: lo nuevo pasa, pero lo actual es eterno.

Artículo de por Oscar Beltrán
Doctor en Filosofía. Profesor de la Universidad Católica Argentina (Buenos Aires).

[1] Antimoderne en OC II p. 934
[2] De Bergson a Tomás de Aquino p. 97.
[3] Réflexions sur l’intelligence OC III p.346.
[4] C.Scarponi La filosofía de la cultura en Jacques Maritain p. 813.
[5] Siete lecciones… p.17
[6] Antimoderne en OC II p. 929
[7] Hommage au Card. Mercier  OC IV p.1175
[8] Jacques Maritain au Vatican en G.Prouvost E.Gilson-J.Maritain… p. 259.
[9] Maritain en nuestros días p. 98.
[10] Ibid. pp. 19 y 22.
[11] pp. 40-42.
[12] Le philosophe dans la cité en OC XI pp. 29-30.
[13] The Range of Reason p. 193.
[14] Address Gallery of Living Catholic Authors 10 de mayo de 1952.
[15] Razón y razones pp. 91-92.
[16] De la philosophie chrétienne en OC V p. 86.
[17] Le philosophe dans la cité pp. 113-117.
[18] Introducción a la filosofía p. 106.
[19] Le philosophe dans la cité p. 122.
[20] n. 97.
[21] nn. 82, 83 y 97.
[22] Approches sans entràves en OC XIII pp. 814-822.
[23] Los grados del saber p. 107.
[24] n. 92.
[25] Préface á « Sukola Tetsugaku jolon » (ed.japonesa de Introducción a la filosofía) OC II p. 266-267.