Por Carlos Daniel Lasa[1]

Tanto el pensamiento griego como el medieval han sostenido que todo lo que es está dispuesto, por naturaleza, a transformarse en objeto del entendimiento humano. Cada ser, en consecuencia, puede ser pensado. La realidad, desde esta perspectiva, es vista en su estado de epifanía, de mostración: yo puedo conocerla. Este aspecto inteligible del ser fue designado por los griegos con el término <@0J`H.

En Platón, por ejemplo, la Idea en sí es pura inteligibilidad, la cual habla de una relación esencial con un entendimiento capaz de conocerla. Para Platón existe una estrechísima relación entre los objetos inteligibles y el alma humana que es capaz de aprehenderlos. Sin embargo, el alma, para dar cuenta de los mismos, necesita liberarse de lo corporal ya que este apego le impide ver aquello que no se le muestra a través de los sentidos[2].

Platón, en el discurso del Fedón, alumbra la noción de inmaterialidad cuando afirma que existe algo en lo real, y ese algo tiene que ver con aquello que constituye a cada cosa en su ser propio, y que, además, no puede verse por medio de los sentidos corporales[3], precisamente porque ese algo carece de materialidad. Sin embargo, sí puede ser visto por el alma humana ya que ella cuenta con una potencia que no es material.

La argumentación principal de Platón en el Fedón en orden a la afirmación de la existencia de un alma espiritual (y, por eso, inmortal) se funda en el estrechísimo parentesco que existe entre la inteligibilidad del ser y la facultad intelectiva del alma. He aquí los dos polos de la relación. Si entre ambos términos existe una fuerte comunicación se debe a que ambos participan de la inmaterialidad.

De esta misma doctrina participan Aristóteles y Tomás de Aquino, si bien ambos no admiten la existencia de Ideas separadas de la materia al modo platónico. Para estos autores, es necesaria la postulación de un entendimiento agente que va a desmaterializar al objeto de conocimiento para que el entendimiento pueda entenderlo. Pero esta es harina de otro costal. Volvamos a Platón.

Lo expresado hasta el momento nos demuestra que la afirmación de la inteligibilidad del ser (o también, dicho de otra manera, la estructura inmaterial de la realidad que permite que sea inteligible) resulta imprescindible a la hora de afirmar la existencia de un principio inmaterial en el alma humana. Puedo entender merced a este puente que se despliega entre mi entendimiento y el ser, los cuales ‒entendimiento y ser‒ convienen en su intangibilidad, por un lado, y en su capacidad de aprehender y ser aprehendido, por el otro.

Este principio de incorporeidad, como podrá advertirse, no está sometido a las leyes de la materia, sino que goza de plena autonomía. Precisamente en esta inmaterialidad (que permite la comunicación con lo eterno, con aquello que no cambia, con lo que siempre es, con el logos fundante) reside la dignidad de la persona humana, su excepcionalidad. El eclipse de la inteligibilidad del ser (que es como decir la ausencia de metafísica), traerá aparejada la pérdida de la dignidad del hombre y, como consecuencia, el desconocimiento de aquello que es lo más constitutivo de su ser, es decir, su vida interior, su instancia espiritual, auténtico reaseguro.

Ahora bien: la pérdida del ser por parte de la inteligencia a manos del nominalismo y del giro copernicano de Kant, condujo a una historización absoluta de la filosofía que trajo aparejada la pérdida de la dignidad de la persona humana, convertida en puro bios. Si se piensa que todo es histórico, entonces debe concluirse que nada hay en el hombre que lo ponga por encima de los demás seres de este mundo.

Las filosofías que han intentado salvar la dignidad de la persona humana, sin poner en cuestión el giro copernicano de Kant (como son, por ejemplo, la filosofía hermenéutica o el personalismo no metafísico), han demostrado su más absoluto fracaso[4]. Por otra parte,  este enfoque erróneo se ha extendido al mundo de la teología católica, la cual ha dejado de ser intellectus fidei para convertirse en una mera ideología al servicio de los intereses de determinados grupos (y que, al propio tiempo, ha contribuido a minar la catolicidad misma de la Iglesia[5]).

Hemos mencionado a Kant y su giro de 180° en la concepción de la realidad. Pero es preciso, en este momento, que rebobinemos el carrete histórico y nos retrotraigamos al momento en que se bifurca la línea de pensamiento que se inaugura en la modernidad y que tiene a Descartes como padre.

Con el advenimiento de la filosofía de Descartes se producen dos hechos que van a tener una influencia importantísima en el pensamiento occidental posterior. Por un lado, el filósofo francés pone en el centro de la reflexión filosófica la cuestión de la libertad. De ahora en más, el hombre será plenamente consciente y celoso de su libertad, instalándose en él una pregunta novedosa: ¿de qué modo la verdad puede llegar a convertirse en mi verdad?[6]. Esta nueva sensibilidad, este celo por el resguardo de mi libertad y su ejercicio, esta conciencia de tener que preservar mi albedrío, nos va a acompañar hasta nuestros días. Pensemos, acaso, en nuestras vidas y comprobemos si esto no es así.

Pero, por el otro, Descartes, sin pretenderlo, va a dar lugar al surgimiento de corrientes filosóficas que van a establecer la dignidad del hombre a partir de una razón desvinculada, de una razón crítica, es decir, una razón que rechaza todo lo que viene desde fuera de sí (léase este “desde fuera”: 1) el dominio del ser, 2) el de la tradición y 3) el de la Revelación).

Pero, ¿cómo se proyectó esta última vertiente?

Descartes, en la cuarta Méditation de su escrito De prima philosophia, luego de hablar de la perfección divina, se enfrenta con el problema del error. Para Descartes, el hombre posee verdades innatas que están en su interior; pero entonces, ¿cómo es posible el error? El error se produce, nos dice el filósofo francés, cuando mi voluntad no se ciñe a lo que su entendimiento percibe. Pero puede suceder, a veces, que la razón misma no se incline a afirmar una tesis en detrimento de la otra, y en este caso, la voluntad no va a determinarse por ninguno de los dos términos, permaneciendo indiferente.

Para Del Noce, esta teoría cartesiana es de fundamental importancia para comprender el sentido de la libertad en el filósofo francés. Repasemos lo que dice Descartes en su cuarta Méditation sobre el libre arbitrio, o voluntad: «Ella consiste solamente en poder hacer o no hacer una cosa (es decir, afirmar o negar, seguir o evitar), o mejor dicho, en actuar de tal manera con respecto a lo que nos propone el intelecto en el sentido de afirmar o negar, de seguir o evitar, que no sintamos que estamos determinados a ello por ninguna fuerza externa»[7].

Pongámoslo en estos términos: si no existiera la referida indiferencia cartesiana de hacer o no hacer, y la verdad se me manifestara de un modo muy claro, mi voluntad se vería constreñida, obligada a prestar su asentimiento. Dicho de otra manera, y para que quede bien claro: si así fuera, si no existiera la posibilidad de elección, no podría sino adherir a la verdad, estaría obligado a ello. Pero dado que por mi querer soy dueño de mi asentimiento a esa verdad, puedo no hacerlo y caer en el error. He aquí la nota novedosa: esta es la perspectiva filosófica que marca la bifurcación de las dos sendas que se despliegan en la modernidad.

Para Descartes, fiel a la tradición metafísica clásica, la libertad se realiza en relación a la verdad. No obstante, es cierto que hay un matiz en su interpretación: la libertad humana es valorada por él como poder de separación, como poder de decir no a la verdad. La libertad se muestra, entonces, como una capacidad de negatividad inherente al hombre que se hace patente en la duda.

Precisamente, es de esta concepción de libertad que se desprenden las dos líneas presentes en la modernidad: la inmanentista, que tiene como mojones a Kant, Hegel, Marx y Nietzsche, y la de la metafísica cristiana, con los referentes de Descartes, Malebranche, Pascal, Vico y Rosmini.

La primera, considera que lo propio del hombre reside en su poder de negatividad, en su capacidad de rechazar todo dato que le venga dado desde el exterior. De aquí surgirá el concepto de razón crítica de Kant[8], es decir, una razón que no puede recibir, de modo pasivo, datos suministrados directamente por Dios (Revelación), datos garantizados por la transmisión histórica (tradición), o datos que le vengan de la misma naturaleza (metafísica). Esta línea de la modernidad concebirá a los términos verdad-libertad desde una dialéctica disyuntiva aut-aut, llegando a equiparar el estadio de madurez humana (que se alcanza a través del ejercicio extremo de la libertad) con la muerte de Dios, es decir, con el entierro de la verdad. O el hombre, o Dios: no hay lugar para los dos.

El segundo hilo, partiendo del mismo padre de la modernidad, coloca el tema de la libertad en el centro de la consideración filosófica, procurando unir, desde una dialéctica integrativa et-et, la verdad con la libertad. Seré libre de modo más pleno en tanto adhiera a la verdad. Lamentablemente, dentro del mundo católico, ha sido soterrada esta corriente de pensamiento que, siendo plenamente moderna, se mantiene fiel a la tradición metafísica cristiana.

Pero volvamos a la razón autónoma que sostiene la línea inmanentista de la modernidad: ¿ha podido mantener la diferencia cualitativa entre el hombre y los demás seres de este mundo o, más bien, ha borrado toda diferencia esencial? ¿Podría sostenerse la dignidad de la persona humana habiendo reducido la realidad a la pura dimensión histórica?

Veamos esta cuestión que es la que nos va a esclarecer el tema del anclaje metafísico de la dignidad de la persona humana que hoy nos ocupa.

En el año 2007, Jean-Marie Schaeffer publica una obra titulada La fin de l’exception humaine (Éditions Gallimard), traducida en el año 2009 al castellano e impresa por Fondo de Cultura Económica de Argentina[9]. La excepción humana (entendámosla como singularidad) ha desaparecido, a juicio del autor, a partir de una visión naturalista que se manifiesta particularmente en el evolucionismo y en el historicismo. Refiere el autor: “La biología de la evolución, en efecto, implica una naturalización de la identidad humana. Para evitar cualquier malentendido, aclaro que en el actual contexto ese término de ‘naturalización’ significa simplemente que la identidad del hombre es pensada como la de una forma de vida biológica, nada más ni nada menos”[10].

De la afirmación anterior se siguen, a juicio de Schaeffer, cuatro aseveraciones, que son:

  1. El hombre no aparece como un ser que tiene un aspecto biológico, sino que es un ser biológico, o sea, su identidad propiamente humana corresponde a la de un ser vivo y orgánico.
  2. La identidad óntica del hombre marcha a la par de su historia biológica en el sentido de que la hominización (y, por lo tanto, la génesis del ser humano y su reproducción) es una secuencia histórica más en la evolución de lo viviente.
  3. Esta visión naturalista es fundamentalmente no esencialista; es decir, la noción de especie humana funciona como una resultante más en la historia reproductiva de los individuos.
  4. Consecuentemente, y desprendiéndose de lo dicho en el punto 3, se trata de una concepción no finalista: no hay teleología alguna, ni trascendente, ni inmanente al hombre. La realidad se explicaría en términos de sistema que se va auto-organizando y desplegando.

Luego de estas conclusiones, Schaeffer despacha la cuestión de la excepcionalidad humana al privar al hombre de todo fundamento trascendente. En esta operación, el autor tiene absolutamente claro que juegan un papel fundamental el abandono de toda ontología y antropología esencialista y finalista. En su lugar, se yergue una genealogía no teleológica que sostiene que el ser humano, con sus aptitudes cognitivas y sus normas de conducta, es íntegramente el resultado y la continuación de una historia que se corresponde con la evolución de lo viviente en nuestro planeta. Y expresa en una cita: “… entonces la vida reflexiva no puede tener un fundamento trascendental”[11]. “La conciencia-de-sí (humana), lejos de poder ser llamada autofundada, aparece desde esta perspectiva como una propiedad funcional heterofundada: es el resultado de una larga historia evolutiva… Vista desde esta perspectiva, la humanidad del ser humano, pues, no es la de un ‘sujeto ex-sistente”, es decir, la de un ente situado fuera de la inmanencia intramundana: reside en aptitudes, estructuras mentales, reglas sociales, etc., que se cristalizaron en el curso de su genealogía filogenética y de su historia”[12].

El hombre, en estos estrictos términos, no es otra cosa más que un producto de la evolución histórica, careciendo de todo elemento que lo ponga por encima de la pura vida biológica.

Aplicando esta perspectiva a nivel político, por ejemplo, podemos observar cómo el ser del hombre se reduce a la mera dimensión de ciudadano. El desconocimiento, en su conformación, de aquella participación de su espíritu en el Logos fundante, ha conducido a Marx a sostener, en su tesis VI sobre Feuerbach, la absoluta reducción del ser del hombre a la dimensión socio-histórica.

Refiere Augusto Del Noce al respecto: “¿Qué quiere decir esto? Con rigor estricto, se deberá llegar a la conclusión de que no se puede siquiera hablar de la realidad del hombre, en cuanto que no existe un hombre que entra en relaciones sociales, sino que existe, en cambio, la sociedad como realidad global, de la que los individuos son los elementos; cuando es abstraído de la sociedad de la que forma parte, el individuo se desvanece en la nada (…) Pero si el hombre es una abstracción, si lo que existe es el conjunto de relaciones sociales, falta toda justificación a una esfera o ámbito de lo privado, distinta de la esfera pública; falta, por lo tanto, toda justificación, en el fondo, a una propiedad privada distinta de la colectiva”[13].

El marxismo, que se sostiene en una la filosofía de la praxis o del devenir, ha sido el punto terminal del racionalismo surgido a partir de la escisión libertad-verdad. La negación de la metafísica ha conducido no solo a separar la libertad de la verdad, sino, además, a terminar negando y aniquilando a la mismísima libertad.

En este sentido, debemos darle la razón a Del Noce cuando presenta tanto al ontologismo cristiano de Antonio Rosmini como a la filosofía de la praxis como los dos horizontes historiográficos inmersos en una batalla cuyo objetivo es trazar y decidir el significado filosófico de la modernidad. Para nuestro autor, solo el ontologismo puede constituirse en una filosofía alternativa frente a aquella otra línea de pensamiento que domina gran parte de la modernidad y que es el racionalismo.

El ontologismo, para Del Noce, cierra la grieta entre verdad y libertad cavada por el racionalismo. Y esta línea ontologista nace a partir de la mismísima filosofía cartesiana, y tiene –como ya lo dijimos– a Malebranche, Pascal, Vico y Rosmini como sus principales pensadores.

Para del Noce, será ontologista aquella filosofía que afirme presencia del ser en la mente humana, la presencia de la verdad trascendente bajo la forma de Idea[14].

La interioridad metafísica, de este modo, me revela la presencia de mi propio yo (o auto-conciencia) y de la infinitud del ser infinito bajo la forma de Idea. En la interioridad, como decía San Agustín, se encuentra Alguien que es más íntimo a mi yo que mi yo mismo. Precisamente, por la presencia del ser bajo la forma de Idea mediante la cual la subjetividad humana es iluminada por la objetividad de la verdad, que la hace capaz de verdad y de bien al infinito, y que le posibilita acceder a Dios, el hombre es persona. He aquí el punto neurálgico de la presente exposición.

En esta dirección, afirma Sciacca: “El valor y el sentido de la persona humana residen en aquello que hemos llamado interioridad objetiva, donde el hombre se descubre a sí mismo y a Dios (…) Por eso la persona es sacra; es, en el universo, el valor primero (…) Conocer al hombre es ‘reconocerlo’ (amarlo), es descubrir en él la impronta teísta de ente espiritual hecho para elevarse al Ser (…) Pensar la humanidad del hombre sin pensarla en su participación en el Ser, es quitarle potencia, para terminar desconociéndola y anulándola. El hombre, desenraizado del Ser, es in-humano”[15].

Del Noce está muy convencido de la última afirmación de Sciacca, y por esta razón piensa que la gran amenaza, presente incluso en las democracias totalitarias, es el desconocimiento del hombre como una realidad autónoma frente a la ciudad o la polis; es la mera consideración y equiparación de la persona humana al rango de ciudadano: un sujeto, susceptible de deberes y derechos (siempre cambiantes), con una relativa facultad de poder votar y proveerse de ciertos bienes y servicios. En este caso, se pierde la dimensión metafísica del hombre y, con ello, se disipa la autonomía de la persona humana la cual se funda en una realidad que no es de este mundo.

La dimensión metafísica, es decir, el reconocimiento de un orden de verdades increadas, eternas, inmutables, necesarias, no producidas por el hombre, supone afirmar que el primado de la contemplación (que es como decir la preponderancia de la teoría) es el reaseguro de la dignidad de la persona humana. Sin la presencia de la Verdad eterna en el alma del hombre no hay nada en él que lo ponga por encima de la naturaleza y de la historia, haciéndose susceptible de cualquier tipo de manipulación, y poniéndolo a merced de los temidos totalitarismos de cualquier signo que queramos ponerles.

El ontologismo, en cuanto categoría filosófica, desempeña en Del Noce una función que es, al mismo tiempo, fundativa y defensiva: funda en el hombre su dignidad esencial a la vez que lo salvaguarda de la pérdida de ella, no permitiendo que su ser quede reducido a la dimensión puramente histórica, como sucede con el actual sociologismo.

Para Del Noce, la afirmación de la dignidad de la persona humana resulta de fundamental importancia dentro de un pensamiento político perfectista que considera que la salvación del hombre se produce estrictamente en sede política. Del Noce entiende que solo la presencia in interiore de una Realidad que no es de este mundo puede fundar la dignidad de la persona humana convirtiéndola en un centro espiritual autónomo y no absorbible por la estricta dimensión política.

¿Qué sucede, en Occidente, cuando se pierde la dimensión metafísica, cuando el hombre se separa y se priva de las verdades eternas?

El advenimiento de una filosofía de la praxis o del devenir, hoy dominante en la cultura occidental, y la pérdida de la dimensión religiosa del hombre, han generado, entre otras cosas, la secularización de la idea misma de salvación, y el pasaje de esta última al ámbito de la política.

San Agustín siempre tuvo presente, a lo largo de toda su vida, la fragilidad del hombre. La muerte temprana de su compañero de estudios lo sumió en una profunda desazón. Agustín pensó que el hombre, ante la fragilidad de su cuerpo, tenía un gran enemigo que era la enfermedad.

La enfermedad, decía el santo de Hipona, nos acompaña desde nuestro mismo nacimiento. La etimología de la palabra nos pone de manifiesto esto: enfermedad, in-firmitas, falta de firmeza, ausencia de consistencia en nuestro ser. La amenaza constante de la muerte, el peligro de dejar de ser, es una marca que llevamos siempre en nosotros. Y sucede otra cosa, además: la muerte no puede encontrar la solución (es decir, ser derrotada) dentro de la propia vida humana.

¿Puede la medicina hacer frente a esto?, ¿qué papel juegan los médicos? Es evidente que ningún médico puede dar aquello que todo hombre anhela profundamente: vivir eternamente. El médico solo puede prolongar la vida humana, aplazar hasta cierto punto el momento de la muerte. Sin embargo, el problema fundamental de cada hombre no es el de aplazar la muerte sino el de vencerla. Y vencerla equivale a alcanzar una vida que sea permanente, eterna.

Y aquí está el punto: ¿quién puede ofrecer al hombre una vida que dure, sino Aquel que el mismísimo Durar? Solo Dios puede quitar de modo absoluto la enfermedad del hombre, su falta de firmeza.

Desde esta perspectiva, seguramente podrá entenderse la razón por la cual los Padres de la Iglesia católica representaron a Cristo como médico: solo Dios puede dar al hombre la eterna duración. Durar es, precisamente, salvarse. Salvarse es, ostensiblemente, durar. La salvación eterna, entonces, es cosa exclusiva de Dios.

¿Por qué Agustín pensaba que solo un Ser, que es esencialmente el Durar, puede otorgar esta cualidad a otro ser que es enfermo por naturaleza, que carece de toda consistencia en su ser? Agustín pensaba que, en la realidad, hay un Ser al que no le falta nada, que se encuentra totalmente completo, y que es eterno, que permanece. Hay cosas que cambian, pero hay otras que no (en primer lugar, Dios).

Esta idea de Dios agustiniana estallará por los aires cuando la realidad comience a ser interpretada como un continuo cambio, como un permanente fluir. A partir de allí, ya no será posible pensar en la existencia de un Dios distinto del mundo, cuyo ser sea el permanecer. Y si ya no hay un Dios que Dure, entonces la salvación, entendida en los términos agustinianos, dejará de ser posible.

La salvación, consecuentemente, será concebida de otra manera. Si solo resulta posible sostener la dimensión histórica, entonces la idea de salvación no podrá ser aplicada más que dentro de esos límites. Perdida la dimensión religiosa, la política pasará a ocupar su lugar y se transformará en una acción salvífica que tendrá como fin la liberación del hombre de todo mal. ¿Cómo logrará esto? Mediante una adecuada organización política, y a través del dominio del conocimiento tecno-científico, podrá neutralizar el mal. La salvación política ya no puede prometerme vivir para siempre, pero sí me asegura que pueda gozar de un estado pasajero de felicidad, fruto de la pura acción humana, en el cual se busca ausentar el mal.

Este planteo perfectista (así denominaba Rosmini a las concepciones políticas que sostenían que la perfección era posible en el ámbito de la política) conduce a la aniquilación de la libertad de todos aquellos que no coincidan con la solución que un grupo de iluminados tengan para hacer felices a todos los hombres. Sin embargo, junto a esta amenaza a las libertades individuales, estas concepciones políticas perfectistas engendran un radical escepticismo en torno a la política. Las promesas de las políticas perfectistas nunca llegan, y esto es así porque prometen algo imposible: quitar el mal de este mundo. El mal siempre nos acompañará mientras vivamos en este mundo: el mal está dentro de cada uno de nosotros.

La recuperación de la dimensión metafísica, entonces, permitirá al hombre recuperar su dignidad personal fundada en su participación en el Logos que funda todo lo que es. Esta dignidad asegura su autonomía respecto de la sociedad política y, a la vez, ayuda al hombre a edificarse en las diversas facetas de su ser, entre las cuales la dimensión política es una más. Pero hay un punto importante al respecto: ninguna de estas facetas podrá desarrollarse al margen de las verdades eternas de las que el espíritu humano participa, entre las cuales se encuentra la libertad.

Por eso, ni la libertad ni la dignidad humanas podrán afirmarse jamás al margen de la verdad. Y la verdad nunca podrá ser asumida sino por un espíritu que desee fervientemente ser enteramente libre.

Lo referido nos muestra el absoluto sin sentido de un catolicismo que, buscando adaptarse a una forma mentis sociologista (resultado del suicidio del marxismo), termina corrompiendo la fe a la vez que desdibujando por completo la dignidad de la persona humana.

Jacques Maritain lo veía con claridad meridiana hace ya más de cincuenta años cuando decía: “Podría suceder que en nombre del acuerdo que se ha de realizar en el plano de los principios prácticos y de la acción, fuéramos tentados de descuidar u olvidar nuestras convicciones especulativas, porque están en oposición entre sí, o de atenuar, disimular o disfrazar su oposición haciendo que el sí y el no se reconciliaran ‒mintiendo a lo que es‒ por la linda cara de la fraternidad humana. No sería solamente echar la verdad a los perros, sino echar también a los perros la dignidad humana y nuestra suprema razón de ser. Cuanto más fraternicemos en el orden de los principios prácticos y de la acción que hay que llevar adelante en común, más deberemos endurecer las aristas de las convicciones que nos enfrentan unos con otros en el orden especulativo y en el plano de la verdad, que es la que debe ser servida ante todo”[16].

Solo esta última, solo la verdad, es el alimento del espíritu, nos diría Maritain, y la base de nuestra grandeza es el espíritu[17]: es a ella a quien debemos servir.

Por eso la filosofía, planteada en los términos de un ontologismo, debe recordarle al hombre de hoy que, eliminando la idea de Logos, esto es, de una razón superior de la cual participe el hombre, se estarán nulificando las verdades eternas, poniéndose, en su lugar, verdades parciales producidas por el devenir histórico, dependientes, en última instancia, de puros intereses, siempre cambiantes y arbitrarios. Y cuando esto sucede, la praxis absorbe la teoría y, con ello, se pierde el único reaseguro que permite sostener la dignidad humana, su absoluta singularidad en este mundo y su maravillosa excepcionalidad.


[1] Universidades Católicas de Córdoba y de Salta, Universidad Nacional de Villa María y CONICET, Argentina.

[2] Fedón, 81b. Oeuvres complètes. Tome IV, 1re partie. Texte établi et traduit par Léon Robin. Onzième tirage. Paris, Les Belles Lettres, 1970.

[3] Cfr. Fedón 83b 4: “<@0J`< J, 6″ •,4*XH”.

[4] Remito al lector a nuestro escrito titulado “La crítica de Augusto Del Noce al personalismo no metafísico de Renouvier y Lequier”. En Salmanticensis, Universidad de Salamanca, 66 (2019), pp. 263-285.

[5] Cfr. al respecto nuestro trabajo titulado “Teología del pueblo: teología o ideología”. En Revista Anales de Teología. Concepción, Chile, 19.2 (2017), pp. 221-249.

[6] Cfr. ibidem, p. 256.

[7] R. Descartes. Meditationes de prima philosophia. En Oeuvres philosophiques. Tome II (1638-1642). Paris, Éditions Garnier Frères, 1967, 57, p. 210. Transcribimos el texto latino: «… quia tantum in eo consistit, quod idem, vel facere vel non facere (hoc est affirmare vel negare, prosequi vel fugere) possimus, vel potius in eo tantum, quod ad id quod nobis ab intellectu proponitur affirmandum vel negandum, sive prosequendum vel fugiendum, ita feramur, ut a nulla vi externa nos ad id determinari sentiamus».

[8] Consultar al respecto, Roger Verneaux. Le vocabulaire de Kant. II. Les pouvoirs de l’Esprit. Paris, Aubier Montaigne, 1973, capitre IV, «La Raison», pp. 83-107 y Eric Weil. Problèmes kantiens. Paris, J. Vrin, 1982, seconde édition, revue e augmentée, «I. Penser et connaître, la foi et la chose-en-soi», pp. 13-55.

[9] El fin de la excepción humana. Bs. As., FCE, 2009, 1ª edición en español, 324 pp.

[10] Ibidem, p. 51.

[11] Ibidem, p. 52.

[12] Ibidem, pp. 52-53.

[13] Karl Marx. Escritos juveniles. Madrid, Editorial Magisterio Español, 1975, pp. 137-138.

[14] Cfr. Augusto Del Noce. Il problema dell’ateismo. Bologna, Il Mulino, 1990, p. 472. Del Noce sigue, en la elaboración de la metafísica, la línea platónica. Al respecto, el destacado filósofo italiano Michele Federico Sciacca señala que hay dos grandes líneas en la concepción de la metafísica: la platónica y la aristotélica. La primera construye la metafísica partiendo de los datos inteligibles objetivos presentes en el pensamiento; la otra, parte de los datos sensibles ofrecidos por las cosas. La primera es metafísica del hombre; la segunda, es metafísica de la naturaleza (Cfr. Michele Federico Sciacca. L’interiorità oggettiva. Milano, Marzorati, 1967, 5ª edizione italiana, p. 82). La metafísica del hombre es, para Sciacca, “(…) búsqueda del principio (no de las ‘causas’) del ser pensante y de los principios objetivos del pensar; y en este sentido es metafísica del espíritu. Y por eso, es filosofía, en cuanto el objeto primero del filosofar es la existencia y no las cosas” (Ibidem, p. 83).

[15] Ibidem, pp. 71-72.

[16] Jacques Maritain. El Campesino del Garona. Un viejo laico se interroga sobre el tiempo presente. Bilbao, Desclée de Brouwer, 1967, p. 108.

[17] Jacques Maritain. “Grandeza y Miseria de la Metafísica”. En Distinguir para unir o los grados del saber. Bs. As., Club de Lectores, 1978, p. 24. c