Somos conscientes que las líneas que a continuación proponemos no tienen como objetivo agotar todas las aristas de un problema, como el que plantea el título, sino más bien, poner el foco de atención sobre algunas cuestiones que, a nuestro juicio, resultan de fundamental importancia para la Iglesia y el mundo actual.
Advertimos que en la Iglesia de hoy, los católicos se manejan con una praxis que es consecuencia de una valoración que ellos mismos han formulado respecto de los tiempos denominados modernos en los que están insertos. Ahora bien, ¿cuál es la idea, acerca de la modernidad, que preferentemente anima la cabeza de los actuales católicos? La respuesta a esta pregunta resulta de fundamental importancia dado que la misma nos permitirá ver con claridad en un ámbito que se ha tornado demasiado sombrío.
Resulta curioso que en un mundo en el cual muchos intelectuales hacen gala de “espíritu crítico”, lo acallen precisamente en la consideración de cuestiones capitales. Concretamente, la idea de modernidad que han acuñado Pierre Bayle, D’Alembert, Lessing y otros, ha sido asumida de un modo totalmente acrítico. Estos autores han convertido en canónica una idea axiológica de modernidad: la misma sostiene que la esencia de la modernidad está constituida por el camino del pensamiento hacia la radical inmanencia; en consecuencia, la existencia de una realidad, como es la sobrenatural, ha dejado de ser posible y tener un lugar en las consideraciones teóricas de los pensadores modernos. En este sentido, Del Noce anota: «La certeza del proceso histórico irreversible hacia el inmanentismo radical ha sustituido en el racionalista aquella certeza que en el pensador medieval era la fe en la Revelación»[1].
Esta interpretación, asumida como si fuese un dogma de fe, condiciona todo pensar. En efecto, si se acepta acríticamente que la modernidad no es sino el proceso del pensar encaminado hacia la radical inmanencia, entonces los católicos pueden tomar dos posturas: una, es la de aquellos que entienden que la única manera católica de ser es la de inmanentizar el catolicismo (progresismo); otra, es la que ensayan aquellos que, condenando en bloque la modernidad, se ponen fuera de la historia (tradicionalismo conservador). Los primeros, como puede advertirse, aniquilan la fe cristiana; los segundos, si bien la salvan, no permiten que la misma se transforme en sal de la tierra y luz del mundo, precisamente para los hombres que viven el tiempo que les toca y que es la denominada modernidad. Detrás de la divergencia de ambas posiciones anida una total coincidencia: por un lado, la interpretación que asumen de la idea de modernidad y, por otro lado, la absolutización de la historia. Es preciso advertir que Verdad e historia no son términos equivalentes y, en este sentido, ningún hombre de ningún tiempo histórico es capaz de agotar sus virtualidades infinitas. ¿Cómo hacer, entonces, de determinado tiempo el tiempo en el cual el hombre viene a agotar el conocimiento de todas las virtualidades infinitas de la Verdad eterna? Tanto el denominado progresismo como el integrismo absolutizan la historia y, en este sentido, son como dos caras de una misma moneda las cuales se necesitan mutuamente. ¿No piensan acaso, tanto los integristas como los progresistas, que la Iglesia ha sido refundada a partir del Concilio Vaticano II, y en sus jergas dejan oír frecuentemente las palabras pre y post conciliar? Esta dialéctica opositiva que anida en el seno de la Iglesia católica, y en la sociedad toda, se nutre de dos polos: viejo–nuevo, conservador–progresista; y esta dialéctica opositiva es consecuencia, precisamente, de la idea de modernidad que venimos comentando. Analicemos detenidamente esta cuestión.
La idea de modernidad aludida se sustenta en una filosofía racionalista para la cual la premisa de razón crítica equivale a una razón sin presupuestos. La razón, para el racionalista, no acepta ningún dato que venga desde fuera de la misma: ni metafísico ni teológico. El punto de partida de la razón es su mismísimo acto del cual deviene el contenido. Ahora bien, antes del advenimiento del racionalismo reinaba la idea de una razón cuyo punto de partida estaba dado por un dato que procedía desde fuera de su actividad; entonces dicha razón, desde la nueva razón crítica acuñada por el racionalismo, es tildada de infantil, inmadura, no autónoma. En consecuencia, con el advenimiento del racionalismo, la historia se parte en dos: el tiempo sacral, esclavo, propio de la razón metafísica o teológica, y el tiempo del progreso, de la madurez, de la libertad, de la autonomía. Si observamos con atención, la dicotomía ya no es entre la verdad y el error, entre el bien y el mal, sino entre lo viejo y lo nuevo, entre el progreso y la conservación. De ahora en más, el bien será el producto de un proceso histórico llevado a cabo por el hombre, y este proceso tendrá su coronación dentro de la historia misma. Refiere a propósito de esto Leo Strauss: «Por ello, se ha de buscar un sustituto de los principios morales que sea más eficaz que el vano sermonear. Sustitutos de ese orden se hallaron, por ejemplo, en las instituciones o en la economía y, quizás el más importante de ellos, en lo que se llama el “proceso histórico” (…) Este cambio se manifiesta (…) sobre todo, en la sustitución de la distinción entre bueno y malo por la distinción entre progresista y reaccionario, que tendría como aplicación el que tengamos que elegir y hacer lo que conduce al progreso, lo que está de acuerdo con las tendencias históricas, y que sea inmoral o indecente mostrar la más mínima reticencia respecto a tales adaptaciones»[2].
En virtud de esta dialéctica opositiva entre lo viejo y lo nuevo, la Iglesia ha ido perdiendo sus fuerzas y, en lugar de ser fermento en la masa, se consume vanamente en una lucha intestina fundada sobre una falsa oposición, producto ésta de una idea de modernidad acríticamente asumida. La opción para el cristiano no se dirime en la elección entre lo que es viejo o nuevo, sino en base a aquello que es verdad y bien frente al error y al mal. Su esfuerzo parte del discernimiento por descubrir aquello que es verdadero y bueno, y esta realidad puede estar tanto en lo viejo como en lo nuevo. Ni lo nuevo ni lo viejo son equivalentes a la verdad; tanto en lo nuevo como en lo viejo hay aciertos y desaciertos. Canalizar las fuerzas intelectuales de los católicos de acuerdo a la dialéctica verdad–error equivaldría a superar definitivamente una lucha intestina que conspira contra la vitalidad de la Iglesia y su fuerza evangelizadora.
En virtud de todo lo dicho es menester llevar a cabo, antes que nada, una crítica a la idea de modernidad. Siguiendo el acertado camino filosófico de Del Noce, es preciso problematizar esta idea canónica y dogmática de modernidad. Y en este sentido, Del Noce ha aportado una lectura que resulta de fundamental importancia en lo que respecta a lo que venimos comentando. Para Del Noce, en la modernidad se dan dos líneas diversas las cuales tienen en la figura de Descartes su origen. Una es aquella que se origina en el cogito cartesiano y que desemboca en el nihilismo; otra es la que parte de la propia doctrina cartesiana de la libertad, de origen cristiano, y que tiene como continuadores a Pascal, Malebranche, Vico y Rosmini. Esta segunda línea de la modernidad, continuando la tradición metafísica cristiana, permite pensar e integrar, a través de una dialéctica integrativa (et–et) verdad y libertad y, de este modo, dar una respuesta a las apremiantes exigencias del hombre contemporáneo.
La línea hegemónica de la modernidad, aquella que se origina en el cogito cartesiano y que tiene como hitos a Kant, Hegel, Marx, etc., la calificamos como filosofía del devenir o de la praxis[3]. Esta línea ya nos ha legado su producto histórico: el craso y virulento nihilismo. Tal como ha señalado Del Noce, esta filosofía ha dado lugar a la idea de revolución total y, consecuentemente, al nihilismo[4]. Resulta ineluctable el resultado de la filosofía de la praxis: fuera del horizonte metafísico, la relación entre teoría y praxis se resuelve a favor de la segunda. Así, la filosofía de la praxis ha conducido a la filosofía que se ha hecho mundo: el marxismo. La preocupación ha dejado de ser la verdad para pasar a ser la transformación del mundo. Si el hombre no es capaz de verdad, si ha sido eliminada la idea de logos (razón superior de la cual participaría el hombre), entonces el hombre ha dejado de participar en la verdad y, en consecuencia, sólo puede pensarse como un conjunto de relaciones socio–históricas (Tesis VI de Marx sobre Feuerbach). De ahora en más, el hombre sólo puede entenderse desde la dimensión socio–histórica y ella, de este modo, se convierte en el locus a partir del cual debe determinarse la vigencia y el valor de cada verdad cristiana. Si la verdad cristiana enseña la dignidad del hombre, ella tiene hoy vigencia puesto que puede ser traducible bajo la categoría de derechos humanos; en cambio, muchas otras han sido definitivamente abandonadas.
Lamentablemente no pocos teólogos de hoy, incluso con buena intención, pretenden dar una respuesta a los angustiantes problemas del hombre tomando categorías prestadas de una filosofía del devenir que ha conducido a Occidente al más absoluto nihilismo. La obsesión por preocuparse y ocuparse por recuperar los restos de un naufragio ahondará aún más la crisis que vive el hombre actual en esta sociedad de la opulencia. La verdadera preocupación por el hombre de hoy debe conducirse al esfuerzo por recuperar una auténtica metafísica cristiana la cual, movida por el ferviente anhelo de búsqueda de la verdad, será capaz de integrar dialécticamente dos polos fundamentales, cuales son la libertad y la Verdad. Para ello es menester abandonar dos posiciones que imposibilitan dicha realización: la idea de revolución, por un lado y, por el otro, una noción de tradición elaborada a la luz de la idea de revolución. La primera, pensada en términos de ruptura, no permite la existencia de una genuina tradición que sea capaz de posibilitar lo nuevo a la vez que preserve la continuidad; la segunda, concebida de modo totalmente erróneo como reacción a la primera, imposibilita todo crecimiento en la verdad e incluso causa la pérdida del tesoro de la verdad adquirida por cuanto la misma no puede mantenerse por la repetición sino por la consideración de los motivos profundos de su existencia. Tradición no es sinónimo de inmutabilidad: el acto de repetir pretende, equivocadamente, «conservar» la verdad; todo su esfuerzo está centrado en conservar a rajatablas lo hallado sin llevar a cabo, al mismo tiempo, un acto que tenga por finalidad exponerla hoy y en todo momento y, de este modo, fecundar nuevas verdades. El reemplazo del pensar por la repetición, nos dice Sciacca, «… detiene y mortifica las mentes: las cierra a la renovación y las prepara para la rebelión, la esterilidad opuesta, la otra cara de la misma medalla»[5].
Consideramos que ha llegado la hora de repensar, desde la genuina tradición católica y a la luz de un intellectus fidei, la relación teoría–praxis en el ámbito de la ética, la política y la pastoral. La fecundidad del acto de repensar la relación teoría–praxis desde un intellectus fidei no puede clausurarse en una pura declaración de principios sino que debe extenderse, haciéndose capaz de provocar un juicio histórico que otorgue conciencia y fuerza al ideal de renovación que sale de lo profundo del alma, tanto de cada hombre y de la sociedad moderna como de la misma Iglesia.
[1] Augusto Del Noce, «L’idea de modernità». En Modernità. Storia e valore di un’idea, Brescia, Morcelliana, 1982, p. 28.
[2] Leo Strauss, ¿Progreso o retorno? Bs. As., Paidós, 2005, 1ª edición, pp. 170–171.
[3] La filosofía de la praxis o del devenir es aquella filosofía que tiene su origen en la negación de la intuición intelectual, esto es, de todo dato que no sea puesto por la misma actividad de la conciencia.
[4] Cfr. Augusto Del Noce, Il suicidio della Rivoluzione, Milano, Rusconi, 1992, seconda edizione.
[5] Michele Federico Sciacca, Filosofia e antifilosofia, Milano, Marzorati, 1968, p. 48.
Artículo de Carlos Daniel Lasa